El por qué de este blog

Siempre me gustó escribir, pero sin público pierde gracia. La escritura, como la música, es una labor íntima y personal, pero sólo alcanza su verdadera medida cuando se comparte con el otro. Cuando era niña, escribía para mi familia; en la universidad, para mis condiscípulos; en mi trabajo, para mis compañeros. Hoy he pensado que a partir de ahora voy a escribir para vosotros. Espero que lo disfrutéis.

Mi infancia son recuerdos...



EN UN DESTELLO
(Diciembre 2002)

Le tuve y le perdí. No sé si me lo merecía. Tampoco sé si habría sido justo amarrarle a la vida en el estado en que quedó su cuerpo después del accidente. Sólo sé que sigo sin perdonarme no haber estado ahí en el momento del accidente, sigo preguntándome si mi presencia habría cambiado algo, si se habría mantenido despierto, si no le habría deslumbrado el sol, si habríamos evitado ese hipotético conejo que imagino saltando ante las ruedas.

Ha pasado tiempo, y me digo a menudo que he rehecho mi vida. Tengo mi trabajo, mi gente, mi casa, mis libros. Me atrevo aún a amar, aunque sepa que puedo perder al ser amado. Y sin embargo, Dios mío, le echo tanto de menos...

En el autobús que me trae a la oficina, paso todos los días por el lugar del accidente. A la velocidad del tráfico, sólo son dos segundos, y muchas veces se me olvida pensar en fijarme, pero algunos días se me corta la respiración al ver fugazmente el árbol, con un boquete negro rodeado de madera blanca donde la corteza se cayó del golpe. El suelo alrededor del tronco sigue cubierto de astillas que debieron de saltar en ese momento, y algunos días percibo un destello azul que me hace pensar que el parachoques sigue ahí. Es un memorial extraño para ese segundo fatal que cambia para siempre una vida.


MI PADRE

(Junio 2002)

La vez que peor recuerdo haber llorado en mi vida fue después de la muerte de mi abuelo. Bon-Papa, el padre de mi madre, en cuya casa en Brujas habíamos pasado todas nuestras vacaciones, murió en el mes de septiembre del único verano que yo no pasé allí. Nos desplazamos a Bélgica para el funeral y nos quedamos una semana, durante la cual el ambiente llegó a ser tan ominoso que en el momento de abandonar Brujas mi madre, mi hermana y yo lloramos desesperadamente durante todo el trayecto hasta Bruselas para coger el avión de vuelta.

Lloré porque había visto a mi familia tomar la decisión de meter a mi abuela, enferma de Alzheimer, en un asilo de ancianos. Lloré porque vi desmoronarse mi infancia, conforme mi madre y sus hermanos, sentados en torno a la mesa donde tantas comidas habíamos compartido, se iban repartiendo los objetos de la casa. Lloré porque vi a mis tíos desmontar en piezas el reloj de pared de dos metros de alto que tronaba en el vestíbulo y al que mi abuelo había dejado de dar cuerda cuando mi abuela se puso enferma. Lloré porque sabía que no quedaría nadie para regar los rosales del pequeño jardín y que el columpio colgado del manzano ya no tenía razón de ser. Lloré porque sabía que venderían la casa y que no tendríamos forma de volver a Brujas. Lloré por la vida que había sido y que ya no volvería a ser.

Seguí llorando durante seis meses, primero por mi abuelo y luego por mi abuela, que sólo sobrevivió seis semanas tras la muerte del que había sido su esposo durante sesenta y un años. Entretanto, la familia vendió la casa y se repartió todo lo repartible de forma tan expeditiva que me sigue produciendo una horrorizada fascinación pensar en ello. Yo me sentía como si un ángel de espada llameante me hubiera echado del paraíso sin haber hecho nada para merecerlo. Si la voz humana pudiera realmente transmitir todo lo que uno lleva dentro, mi grito habría detenido el mundo. No parecía justo que la vida continuase cuando faltaba un elemento tan fundamental.

Pasando el tiempo dejé de llorar, porque las lágrimas acaban agotándose, y volví a vestirme de colores, porque dejó de serme necesario el negro. Eso no quiere decir que olvidase.

Ahora tenemos en Brujas nuestra propia casa. No tiene rosales, ni manzano, ni columpio, pero tenemos un sauce tortuoso que mi madre mutila todos los años para evitar que alcance un tamaño inmanejable, y una camelia cuyas ramas se doblan al final de cada invierno con el peso de las flores. Mi padre quería comprar una mesa de ping-pong (deporte en el que había competido de joven) para jugar en el patio, pero mi madre se hizo la remolona y supongo que ya no la compraremos jamás, en vista de que el peticionario principal nunca llegará a usarla.

Hace dos meses de la muerte de mi padre. Es demasiado pronto para hablar de ello, pero aún así...

Mi padre era un espíritu inquieto que jamás cesó de aprender. Con la entrañable característica añadida de que era incapaz de no intentar enseñarnos las cosas que aprendía, independientemente de la edad para la que estuvieran pensadas. Era especialista en enseñarnos matemáticas de forma perfectamente coherente para añadir, cuando ya habíamos conseguido entender cómo y por qué se resolvía aquello: “Bueno, pues esta tontería se aprende en segundo de carrera”. Cada vez que decía “¡pero si es muy fácil!”, y metía la mano en el bolsillo interior de la chaqueta buscando un bolígrafo mientras reclamaba papel, se nos caía el alma a los pies, porque sabíamos que al día siguiente en el colegio nos íbamos a meter en problemas cuando nos sacasen a la pizarra a resolver el problema de grifos que llevábamos de deberes. La cara de mi maestra cuando empecé a darle las cuentas escritas en caracteres árabes en vez de arábigos sólo tuvo comparación con la que me puso el día que me dijo que quería tener una charla con mi padre porque estaba harta de ver mis deberes de matemáticas con las operaciones hechas en binario con el resultado limpiamente transcrito en decimal (¡me resultaba tanto más sencillo el binario! Uno más cero uno, uno más uno cero y me llevo uno).

Por otra parte, hay que decir que la curiosidad de mi padre tampoco conocía límites temáticos. Le interesaba todo, aprendía cualquier cosa, coleccionaba datos inútiles como las urracas coleccionan los objetos que brillan, y nos transmitía cualquier información que le resultase divertida. Durante nuestra infancia, la mañana de un domingo o la cena de un día cualquiera podía acabar en un comentario sobre la forma de diferenciar el alfabeto thai del devanagari, la importancia del trisfosfato de adenosina como combustible de la célula, el aprendizaje de la técnica de Dalí para dibujar caballos a partir de círculos, la anécdota de Garcilaso y la estrofa métrica de la lira, la improvisada demostración geométrica del teorema de Pitágoras sobre la libreta de la lista de la compra, la lectura en alto de la escena del balcón de Romeo y Julieta (“...but soft! What light through yonder window breaks? It is the east, and Juliet is the sun...”), la explicación del truco teológico de los egipcios cuando utilizaban el ojo de Horus para operar con fracciones, el origen etimológico de la palabra “serendipity”, los resultados de las últimas investigaciones de física de partículas o los últimos satélites descubiertos en la órbita de Urano, el orden de los trazos para dibujar ideogramas japoneses, o el recitado de textos de tinte corrosivo (“Siempre fuisteis enigmático, y epigramático, y ático, y gramático, y simbólico, y aunque os escuche flemático, sabed que a mí lo hiperbólico no me resulta simpático...”. Me considero afortunada por haber sabido recitar antes de los diez años semejante trabalenguas, sacado de La Venganza de Don Mendo, conociendo además la imperdonable gravedad de confundir la hipérbole con la hipérbola).

Lo mejor del caso es que la transmisión de información funcionaba en ambos sentidos: era tan frecuente que aprendiéramos con él como que él quedara fascinado por cualquiera de nuestras últimas manías. De hecho, a la hora de poner orden sobre su mesa y muebles adyacentes (algunos de los múltiples “agujeros negros” de casa), había por supuesto por razón de trabajo varios libros de antenas, ingeniería de señales, interferometría y similares, pero también un libro sobre las guerras púnicas que yo había traído en uno de mis viajes de Londres, otro sobre historia de los ostrógodos que me había traído él de su último viaje a Los Ángeles, una guía de ópera para irreverentes con la que nos reíamos entre todos, una antología de poesía latina en traducciones clásicas inglesas que le habíamos regalado en Navidad, una gramática de hindi con los cuatro o cinco primeros capítulos subrayados en fosforito, diversos libros divulgativos de astronomía y exploración del espacio (en alguno de los cuales estaba citado en los agradecimientos del autor), dos libros de ideogramas japoneses, varias ediciones de la Ilíada (como no recordaba latín y griego, nos preguntaba a mi madre y a mí, y le gustaba comparar versiones para llegar a la traducción exacta, y muchas veces refunfuñaba y corregía los textos porque no le gustaba el matiz de los traductores), varios manuales de física y biología (nadie que no le haya conocido podría imaginar el lirismo que podía alcanzar hablando de mitocondrias), una biografía novelada de Wittgenstein, los poemas completos de José Angel Buesa que mi hermana había sacado de Internet y que mi madre le había encuadernado, la traducción “King James” de la Biblia y un par de libros de matemáticas recreativas.

Tampoco hay que pensar que con tal lujo intelectual a nuestro alrededor no tuvimos infancia. Entre mis primeros recuerdos están bajar con mi padre al parque a jugar a la pelota, o a montarme en los columpios (teníamos que pasar por el agujero de la verja, ya que el parque de debajo de casa llevaba años cerrado y abandonado, y con la luz velada del cubierto cielo invernal estos recuerdos míos se asocian a la impresión de ser como niños colándonos en el jardín del gigante egoísta de Wilde), los cuentos que empezaban con ese “tren que iba (pí chucuchú) camino de Candanchú”, los besos esquimales al irnos a dormir, las partidas de parchís los sábados por la tarde, el desayuno ocasional con churros los fines de semana, las pajaritas de papel que movían las alas, las bromas que le hacíamos con su daltonismo (“no, papá, ese jersey no es gris, es rosa...”), los puzzles que hacíamos todos juntos en vacaciones, las noches de verano en que, cediendo a nuestras súplicas, accedía a llevarnos a la verbena y a comprarnos algodón de azúcar, o las tardes de otoño que bajábamos al campo y nos hacía estarnos quietas diez minutos sin movernos para sacarnos la foto perfecta con nuestras falditas escocesas antes de dejar que nos fuéramos a trepar por las piedras y a recoger moras mientras mi madre recogía ramas para sus arreglos florales.

Echaré de menos a mi padre. Pero con él no se va mi pasado, que nadie puede arrebatarme. Lo que se va, y que no puedo perdonar que se vaya, es el futuro que nos quedaba juntos y que ya no podrá ser. Mis primas presentaron a sus novios a mi abuelo, buscando su bendición. Ya que yo no tuve ocasión de hacerlo, quería al menos llegar un día ante mi padre con mi elegido de la mano, y ver a los dos hombres de mi vida tratando de entenderse, oírles discutir los méritos de las pastelerías de Viena y las librerías que existían allí hace treinta años (mi padre viajó por casi todo el mundo, y de cualquier capital era capaz de indicar las joyas de su pinacoteca, al menos una buena librería y el mejor restaurante), y luego compartir un buen vino y firmar la tregua para aceptarse sin celos el uno al otro, sabiendo que yo los quería a cada uno a mi manera. Quería ver a mi padre emocionado el día de mi boda y abrazarle como lo hacía siempre, besando su mejilla y poniendo el oído sobre su corazón para oír ese latido que hasta su último día fue tan fuerte y tranquilizador. Quería ver a mis hijos pequeños acercarse con timidez y luego, vencidos por la chispa de sus ojos azules, sonreír y pedirle que les hiciera pajaritas de papel. Ante la perspectiva de no poder hacerlo nunca, mi corazón se retuerce de angustia y de injusticia. Es aterrador que mi vida siga igual salvo por ese único factor...




(Octubre 1999)

Cuando salí a comer como todos los días, al restaurante de todos los días, por el camino de todos los días, iba disfrutando del calorcito del sol en mi cara -después de dos semanas de lluvias constantes, se agradecía el recordatorio de que vivimos en la soleada España-, tarareando para mí misma y sonriendo a los viandantes. Tras cruzar una calle, mi mirada se posó por casualidad en el escaparate de una tienda... y de pronto se me paró el corazón en el pecho.

La tienda era de antigüedades; pasaba siempre por delante y rara vez tenían algo de interés. Esta vez, sin embargo, me dejó paralizada la vista de una caja de aspecto inocuo. Se trataba de una caja de madera, sobre un pequeño pie, sin más adorno que la cerradura dorada en la parte delantera. Pero era mucho más que eso, lo supe nada más verla. Era una caja de música.

Lo que me impactó no fue el hecho de reconocerla como tal caja de música, sino como prima hermana de la caja de música.

La caja de música formaba parte de mi pasado más íntimo, el relacionado con mi familia. Aún recordaba perfectamente la primera vez que la había visto, en casa de mi abuelo. Era poco después de la muerte del hermano mayor de mi abuelo, y estaban llegando docenas de objetos variopintos. Entre los cuadros, las alfombras, el barómetro y los libros encuadernados en piel, había venido aquella caja inofensiva. Yo no estaba en la casa en aquel entonces, llegué para pasar las Navidades algunas semanas después, pero aún en ese momento noté que para mi abuelo no era un objeto más.

La caja de música era una de esas pequeñas maravillas fabricadas en el siglo pasado. Tocaba seis melodías distintas. Había pertenecido a mi bisabuela, una mujer alta y elegante que nunca tuvo ocasión de llegar a ser otra cosa porque murió cuando mi abuelo, el menor de sus cuatro hijos, tenía apenas cuatro o cinco años. Entre los escasos recuerdos que mi abuelo conservaba de ella estaban su pánico cuando le arrancaron de brazos de su madre (se lo llevaron cuando ella se puso enferma) y el sonido de la caja de música.

“Ésta fue toda la música que escuché cuando era pequeño. En esa época no existía el tocadiscos”. La cara de mi abuelo al decir estas palabras era todo un poema. Sonreía con expresión lejana, y sus mejillas estaban sonrosadas, y acariciaba la tapa de caoba con cariño mientras le daba cuerda al mecanismo para que mi hermana y yo pudiéramos escuchar las melodías. Claramente se había reencontrado con un amigo de infancia.

Mi hermana y yo le tomamos un afecto instantáneo a aquella caja de música, que manejábamos relativamente a menudo aunque con infinito cuidado (sentadas en el suelo, sobre la alfombra persa del salón, abríamos la tapa para observar el mecanismo detrás de su cristal protector, mirando embelesadas cómo el rodillo metálico enganchaba una a una la punta diminuta de las púas que sonaban como campanillas, una tras otra, en una cascada de sonidos que, asombrosamente, tenían sentido. Apenas nos atrevíamos a respirar, por miedo a que aquel objeto de mágico funcionamiento detectase nuestra presencia y dejase de crear su música). Era un vínculo con una bisabuela que no habíamos conocido, y un aspecto de la infancia de mi abuelo que nunca habíamos sospechado y que nos hacía sentirnos más cercanas a él.

¿Qué fue de la caja de música de mi bisabuela? La heredó el hijo varón mayor de mi abuelo. Nunca tuvo ni una pizca de sentimentalismo en el alma, pero le apasiona la mecánica.

Cuando vi la caja de música en el escaparate del anticuario, todo me volvió de repente a la memoria. Aquella no era la caja de mi bisabuela, pero se le parecía mucho. Al cabo de varios minutos de abstraída contemplación, me obligué a quitar los ojos del escaparate y a seguir andando. Mis pies obedecieron, pero mi mente no tanto. Durante todo el camino hasta el restaurante y mientras comía, le di vueltas y más vueltas a la misma cuestión.

Me pregunté fugazmente si la reaparición de la caja de música tenía algún tipo de relevancia mística en relación con mi reciente incorporación al despacho en que trabajaba, pero no conseguí dilucidarlo. Me pregunté cuál sería el precio exorbitante que pediría el anticuario, y me dije que sería irrazonable pagarlo fuera cual fuese habida cuenta de la modestia de mi sueldo. Luego me dije: “Qué diablos, desde que Bon-Papa murió has estado buscando una caja como ésa, no puedes dejar que se te escape ahora, aunque tengas que alimentarte de galletas durante un año”. Dudé. Finalmente decidí mantenerme firme contra la tentación.

Volví a la oficina por el mismo camino, jurándome a mí misma que ni siquiera miraría el escaparate. Sabía que mentía, porque me estaba imaginando al mismo tiempo cómo sería entrar en la tienda y pedir que me enseñasen la caja más de cerca. Sabía que me echaría a llorar si la oía sonar. También sabía que no podía permitírmelo.

El destino se encargó de solucionar mi dilema: cuando llegué a la tienda de anticuarios estaba cerrada. Aquello me desconcertó. Me quedé mirando la puerta cerrada con un sentimiento absoluto de fatalidad, y por fin suspiré y eché a andar.

En el fondo, tenía que ser así. Nunca se puede recuperar el pasado.



BRUJAS

(Diciembre 1996)

All alone in the moonlight,

I can smile at the old days;

Life was beautiful then.

I remember

the time I knew what happiness was...

Let the memory live again.
(“Cats”)



En mi vida he hablado con mucha gente que dice conocer Brujas. Si el lector es de los que no pertenecen a esa gente, quizás aprecie la información: Brujas (Bruges en francés, Brugge en neerlandés) es una ciudad de Bélgica, la capital de la provincia de Flandes Occidental. Reina del comercio a finales de la Edad Media, perdió casi toda influencia en la época de la dominación española de los Países Bajos. Una ciudad de casas bajas de ladrillo, con tejados escalonados, extremadamente pintoresca. Con canales (hay quien la llama “la Venecia del Norte”). A menudo la he oído describir como “ciudad de cuento de hadas” que “parece sacada de una película”. Alguno también me ha dicho, con ánimo de crítica, que es una ciudad para turistas.

Sin querer ofender, todas esas opiniones me importan poco, por su superficialidad. Sin embargo, cuando la gente de la que hablo me las expresa, me limito a sonreír y a estar de acuerdo en que es un sitio muy bonito. ¿Qué otra cosa podría hacer, si es cierto? Pero, como digo, son opiniones superficiales; los que las tienen son personas que han pasado allí un par de días o incluso menos, normalmente en uno de esos viajes enloquecidos de “vea Europa en tres minutos” a los que se suelen apuntar los estudiantes de bachillerato. Van, les enseñan dos casas, dan un paseo en barca y vuelven a montarse en su autobús. Y en Brujas hay mucho más que dos casas y un canal para pasear en barca. Mucho más.

Puede que yo no sea objetiva. Y puede que sea presuntuoso por mi parte decir que mi conocimiento y mi opinión sobre la Ciudad están mejor fundados que los de los demás, pero es cierto. Y ello, por una sencilla razón: Brujas es mi hogar. ¡Qué dulce suena esa frase en mis oídos! Siempre me había quedado con las ganas de decirla, pero ya no más. Brujas es mi hogar. Y significa tantas cosas para mí...

Mi madre es belga. Concretamente, de Brujas. Al colegio al que fue allí han ido cinco generaciones de mujeres de nuestra familia. Mi hermana y yo no asistimos a él, pero es que nos pillaba un poco lejos para ir y venir todos los días: mi madre se casó con un español, y se vino a vivir a España. Ahora bien, puedo afirmar que aún después de veintivarios años de vida en este rincón perdido que es el Escorial, Brujas sigue latiendo con fuerza en las venas de mi madre... ¡igual que en las venas de sus hijas! Y ese latido nos impulsa, nos atrae como un imán, de tal forma que siempre regresamos a Brujas.

Toda mi vida he vuelto a Brujas para descansar. Todas mis vacaciones de verano, todas mis Navidades, e incluso alguna que otra Pascua, las he pasado en Brujas. Supongo que eso explica que mi percepción de la Ciudad sea ligeramente distinta a la de las hordas de turistas que la invaden diariamente. Para ellos es una foto más, pero para mí es mi hogar, mi corazón, mi alma, mi vida.

Cuando yo nací, mis abuelos aún vivían en las afueras de Brujas, en el barrio de Sainte-Croix, en una casa inmensa con un jardín maravilloso. Algunos de mis primeros recuerdos de infancia pertenecen a esa casa: el gato gris atigrado que tenía la peculiar costumbre de cazar gorriones para venir a depositarlos, en prueba de devoción, a los pies de mi abuela -para consternación de ésta-, y que solía aceptar con singular tranquilidad los maullidos desesperados de sus crías, a las que mi hermana y yo vestíamos de muñecas a falta de otros maniquíes más cooperadores... el suelo de mármol del vestíbulo y las marcas indelebles que dejó en mi frente las numerosas veces que me caí por la empinadísima escalera... las búsquedas de huevos de Pascua en el jardín...

La casa de Sainte-Croix quedaba lejos del centro y a nosotras, demasiado pequeñas, no nos llevaban nunca. Recuerdo, no obstante, una tarde de verano en que nos llevaron a pasear por la zona de la Porte Sainte-Croix, una de las antiguas Puertas de la Ciudad que cruzan sobre el canal principal de circunvalación. Había un paseo que corría junto al canal, un paseo verde de césped y árboles verdes que se recortaban contra un cielo azul radiante, y corríamos riendo y saltando. ¡Y entonces aparecieron los molinos! Unos molinos grandes, antiguos, de madera. Es el único sitio en la ciudad donde los hay, que yo sepa: una reliquia de tiempos pasados.

Debió de ser cuando yo tenía seis o siete años que mis abuelos se mudaron al centro, a la parte antigua de Brujas. La nueva casa era tal vez de menor tamaño (pero había siempre camas listas para diez personas, sin necesidad de hacer dormir a nadie en el sofá) y el jardín era sensiblemente más pequeño, pero allí estaban los rosales que a mi abuelo le gustaba cuidar, y en su centro reinaba -reina aún- un manzano de talla respetable y frutos más bien ácidos que sirvió de lugar ideal para colgar un columpio. El gato atigrado desapareció en algún momento de la mudanza y un par de años después fue sustituido por otro bastante más arisco, que heredó del anterior el nombre y el estoicismo ante las torturas psicológicas que infligíamos a sus crías. Las torturas, matizo, tampoco fueron tantas, pues por esa época encontramos una ocupación mucho más fascinante: la exploración del mundo exterior a la casa.

Recuerdo bien lo que más me marcó de nuestras primeras salidas con mi madre: los escaparates. En una época en que lo más que podía ver sin hacer demasiados esfuerzos eran los cinturones de la gente, los escaparates eran todo un descubrimiento. Sobre todo porque nunca he visto tiendas tan especializadas como en Brujas: había una dedicada exclusivamente a miel, otra a café, un par de ellas de artesanía oriental que hacían nuestras delicias... y, por supuesto, las tiendas de chocolate.

Hay que entender que Bélgica es una potencia mundial en lo que a chocolate se refiere. Sus bombones (“pralines”) son célebres, y he llegado a oír la historia de un alto diplomático -creo que español- que, tras estar allí destinado, para la boda de un hijo en España se hizo llevar especialmente varios kilos de pralinas de una chocolatería brujense. Nosotros no llegamos a tanto, pero respetamos fielmente una antigua tradición: quien se levanta el último el día de San Silvestre (31 Diciembre) paga pralinas para todos. La tradición en nuestra familia quiere que ese día siempre haya sido mi padre quien bajase el último a desayunar, pero me atrevo a decir que es pura casualidad.

De vez en cuando las excursiones por la ciudad con mi madre nos llevaban por calles sin escaparates, pero interesantes desde otros puntos de vista. Solía llevarnos a sitios y contarnos su historia. Así supimos de María, la última duquesa de Borgoña, que dejó Flandes en herencia a su hijo Felipe el Hermoso. Así supimos de la existencia del Prinsenhof, el palacio de los duques de Borgoña en Brujas (que está a tres calles de casa de mis abuelos), que fue vendido a los van Borselen cuando los españoles necesitaron dinero; luego el palacio fue destruido y se construyeron encima casas que los van Borselen y sus descendientes fueron vendiendo. La última fue la casa en que se crió mi abuelo, y en otra de ellas establecieron su cuartel general los alemanes en la I Guerra Mundial.

Con el tiempo, mi hermana y yo fuimos encontrando nuestros puntos de referencia para movernos por Brujas sin mi madre. Uno de ellos, de mención obligada, es el Ayuntamiento: un magnífico edificio del más puro gótico flamígero decorado con estatuas que jugábamos a identificar: el Rey David con su arpa, la Virgen del Tintero con el Niño... (advierto al visitante que no se fíe: salvo la Virgen del Tintero, todas las esculturas son modernas. Las antiguas fueron destruidas por un grupo de fanáticos, creo que durante las guerras de religión). El interior del Ayuntamiento, que nuestros padres nos hicieron visitar alguna vez, también me trae recuerdos, aunque de segunda mano: en la sala gótica -maravillosamente conservada- se casaron mis padres por lo civil el día antes de la ceremonia religiosa, y en la galería de retratos aparece otro miembro de la familia, el alcalde de Croeser, estrechando la mano de Napoleón en ocasión a la visita (invasión) de éste a Flandes.

Pero el consejo que nos resultó fundamental cuando empezamos a explorar la ciudad por nuestra cuenta fue: “si os perdéis, seguid las torres”. En efecto, en Brujas hay tres torres que pueden verse casi desde cualquier punto y desde las que era fácil volver a casa: el Beffroi (una atalaya del siglo XIII cuyo tejado ardió un par de veces, fulminado por el rayo, antes de que desistieran de reconstruirlo); la torre de la Catedral de Saint-Sauveur, de cubierta piramidal; y la de la Iglesia de Nuestra Señora (Onze-Lieve-Vrouwekerk), acabada en una aguja coronada y donde están Carlos el Temerario y su hija María de Borgoña, muerta de una caída de caballo cuando su hijo era niño aún; ambos están enterrados bajo unas estatuas yacientes de bronce que yo siempre sospeché pero nunca supe si se debían a los hermanos Leoni (que hicieron los bronces de la Basílica del Monasterio del Escorial). También está una pequeña estatua en mármol a la que siempre he tenido cariño: una Madonna con el Niño hecha por Miguel Ángel; dicen que es la única obra del Florentino que se encuentra fuera de Italia, y no me extraña. En Brujas puede uno encontrar cosas que parecerían increíbles en cualquier otra parte del mundo pero que allí son perfectamente normales. Aún recuerdo el deleite que me producían -y me siguen produciendo- las Fiestas de la Ciudad, para las cuales son corrientes los espectáculos de música, teatro y danza callejera, y cortejos de jinetes vestidos de época y con aspecto regio, reviviendo alguno de los episodios más famosos de la historia de la Ciudad. Y por cierto que hay momentos memorables que revivir: el Capítulo de los miembros de la Orden del Toisón de Oro, la rebelión de los gueux contra Felipe II, el magnífico cortejo de bodas de Carlos el Temerario, la llegada a Brujas del conde de Flandes Thierry d’Alsace con la reliquia de la Santa Sangre de Cristo traída de la Primera Cruzada...

Por cierto que la Procesión de la Santa Sangre es, creo yo, la única que nunca he conseguido ver, debido a que siempre coincide con época escolar; y es una lástima, porque es posiblemente la festividad de Brujas a la que mi familia ha estado más unida: mi abuelo, miembro de la cofradía durante más años de los que puedo recordar, siempre participaba, vestido con la toga de ceremonia de la Hermandad y con su condecoración más vistosa al cuello, según se ve en ciertas fotografías.

Mi abuelo es una personalidad omnipresente en mis recuerdos de Brujas, por una razón o por otra. Verle cuando nos abría la puerta de casa (diciembre, de noche, nosotros con la nariz helada y los brazos agarrotados de cargar con las maletas desde la estación del ferrocarril, y de repente la puerta que se abre; una oleada de luz, calidez, el olor a libros y a polvo y a árbol de Navidad que ojalá no hayan decorado todavía...) me daba una impresión de vuelta a casa y de no haberme ido nunca, y le abrazábamos fuerte pero con cuidado para que no se rompiese porque sabíamos que no tanto tiempo antes se había roto una pierna y aunque ya andaba bien eso demostraba que era frágil. Entonces venía la conversación de siempre: ¿Habéis tenido buen viaje?-El avión tuvo algo de retraso, como siempre.¿Qué tal todo aquí?-Ayer heló, aparte de eso bien. Esta mañana Thérèse y Gust han traído el árbol, lo vais a poder decorar...

Bon-Papa, a pesar de todos los pesares, era una presencia sólida, alguien que siempre estaba allí y que era para con nosotras de una paciencia extraordinaria. Escuchaba con gran atención cuando durante las comidas hablábamos de nuestros paseos por Brujas, y de cuando en cuando nos contaba cómo estaban aquellas cosas diez, cincuenta, ochenta años antes. Nos decía los nombres antiguos, y hablaba de gente muerta mucho tiempo atrás. Especialmente de su abuela Augusta, que le educó junto a sus tres hermanos desde la muerte de su madre cuando mi abuelo tenía apenas tres o cuatro años. Él casi no podía recordar a Paula, su madre, pero escuchaba con enorme placer y una expresión nostálgica las melodías de la preciosa caja de música que le había pertenecido y que eran las únicas que él había oído durante su infancia.

Mi abuelo, aunque era el menor de los cuatro hermanos, era de alguna manera el patriarca de la familia, pues era el único que se había casado y tenido descendencia. Su esposa Marguerite, mi abuela, Bonne-Mamy, era pariente suya: Paula van Caloen, madre de mi abuelo, era prima hermana de Léontine van Caloen, la madre de mi abuela. Se casaron en 1935, y en los años siguientes tuvieron diez hijos; mi madre fue la sexta.

Conforme los hijos se casan, se van dispersando. Esta verdad general es igual de cierta en el caso de mi familia, dispersada por los cuatro rincones de Bélgica -y del extranjero, contándonos a nosotros-; pero la distancia quedaba atenuada una vez al año, cuando todos confluíamos en Brujas para la Reunión de Familia. Era la gran atracción, el momento que esperábamos todo el año. Un día, alrededor de Navidad, nos reuníamos para comer todos juntos, charlar, contar las noticias e intercambiar regalos (ésa, por supuesto, era nuestra parte favorita; mi hermana y yo, y mis primos Emily, Caroline y Frédéric siendo los más pequeños de todos los reunidos, podíamos estar seguros de recibir montones de cosas). Por supuesto, era imposible comer en la casa, que era grande pero no tanto, y además preparar comida para cuarenta personas habría sido demasiado para mi madre recibiera la ayuda que recibiese (hacer comer a veinte personas, como tuvimos que hacer no hace tanto, ya se reveló bastante difícil). Por ello, solíamos utilizar una sala de banquetes, antigua iglesia, que estaba al lado de casa. Era un arreglo muy cómodo; aunque, no sé por qué, hace unos años dejamos de utilizarla y nos fuimos a otra, del otro lado de la Ciudad, que estaba al lado de la Jerusalemkerk. No es que me queje; Anselmo Adorno es un personaje bastante relevante de la Brujas del siglo XV, su casa es una maravilla y la iglesia de Jerusalem es la capilla personal que se hizo construir en su Hof y que, personalmente, me gusta mucho por su originalidad arquitectónica -pero no voy a explicar aquí los detalles porque sería demasiado largo.

He mencionado a mi abuela sin decir gran cosa de ella, pero tiene su explicación. Debió de ser una mujer admirable si consiguió educar a diez hijos como lo hizo; pero no tuve mucho tiempo para conocerla bajo ese aspecto. Yo era aún pequeña cuando empezó a manifestar los primeros síntomas de la enfermedad de Alzheimer, y la mayor parte de mis recuerdos de ella son ya bajo el influjo de la enfermedad, que llegó a un estadio muy avanzado en el que ya era incapaz de hablar, comer o moverse por sí misma.

En la casa de Brujas, en el hall, había un enorme reloj de pared al que mi abuelo daba cuerda todas las noches; un proceso complicado que me encantaba mirar. Parece ser que, por su gran antigüedad, tenía tendencia a estropearse. Yo no lo sé; sólo sé que, más o menos cuando mi abuela se puso enferma, mi abuelo renunció a hacerlo funcionar. Los dos hechos han quedado unidos en mi memoria de forma simbólica: la enfermedad, la progresiva muerte en vida de mi abuela, hicieron que el tiempo se detuviera en la casa, como si el tiempo, representado por la enorme carcasa del reloj de pared, también hubiera muerto pese a seguir en pie. En la casa se instaló el silencio, que ya no nos atrevíamos a romper con los gritos de nuestros juegos; y eso hizo que nos volcásemos más hacia afuera, que pasásemos el mayor tiempo posible fuera de la casa, paseando por Brujas. La ciudad era un gran consuelo, porque, como mi abuelo, estaba siempre ahí y no cambiaba, no podía cambiar nunca.

En ese momento, el consejo de “seguid las torres” adquirió un nuevo significado. Brujas es una ciudad llena de iglesias, y todas las iglesias tienen una torre. Empezamos a seguir las torres para alejarnos de casa, y así descubrimos la iglesia de Saint-Gilles, Sainte-Anne... incluso la iglesia de Jerusalén, un par de años antes de trasladar allí la comida de la Reunión. Porque, eso sí, la Reunión se siguió celebrando contra viento y marea, puntualmente, cada año, al llegar la Navidad.

Pero este año no habrá Reunión de Navidad. Mi abuelo murió en el mes de Septiembre; mi abuela le siguió a la tumba seis semanas después. Y en la casa, interprétese como se quiera, ya no queda nada. Mis tíos se han llevado los libros y los muebles, la caja de música... y el reloj de pared. El manzano sigue en el jardín, igual que los rosales de mi abuelo, pero dicen que la casa probablemente esté ya vendida para el mes de marzo. Y yo me siento como si me hubieran arrancado el alma, porque he perdido a quien siempre estuvo ahí, y porque sé que la distancia se apoderará de la familia, y porque he perdido mi Ciudad: mi hogar, mi corazón, mi alma, mi vida...

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