El por qué de este blog

Siempre me gustó escribir, pero sin público pierde gracia. La escritura, como la música, es una labor íntima y personal, pero sólo alcanza su verdadera medida cuando se comparte con el otro. Cuando era niña, escribía para mi familia; en la universidad, para mis condiscípulos; en mi trabajo, para mis compañeros. Hoy he pensado que a partir de ahora voy a escribir para vosotros. Espero que lo disfrutéis.

Relatos



EL JARDÍN
(Enero 2002)


Al principio sólo tenía este jardín lleno de maleza. Estaba cubierto de plantas que tenían espinas crueles, y la hiedra había crecido alrededor de los árboles hasta ahogarlos con su abrazo de serpiente. Ni una flor silvestre se atrevía a crecer en aquel lugar, por lo que no había más colores que el verde grisáceo de los espinos y el verde negruzco de las plantas trepadoras. En general, el aspecto del jardín era selvático pero lúgubre, y parecía que hasta la luz del sol temiese adentrarse entre sus espesuras.

A mi casa nunca venían extraños, sólo la familia cercana y algunos raros amigos, que ya estaban acostumbrados a las rarezas de mi jardín y se conformaban con quedarse en el cálido y alegre interior, haciendo un esfuerzo cortés por ignorar a los hostiles habitantes del exterior. De vez en cuando me decía a mí misma que cualquier extraño que viera el jardín saldría corriendo y no volvería, y me preguntaba si no tendría que hacer algo para arreglarlo y ponerlo presentable, por si algún día tenía visitantes. Ocasionalmente, en un arrebato, intentaba arrancar las espinas de los arbustos más accesibles, pero sólo conseguía arañarme yo misma, y las espinas volvían a crecer más puntiagudas que antes. Era más sencillo decirme que, como de todas maneras a mi casa nunca venían extraños, no tenía sentido hacer esfuerzos para reparar aquello.

Pero una primavera efectivamente acabó por llegar un viajero, que por alguna razón decidió detenerse en mi casa antes de continuar su viaje. Disfruté de su compañía más de lo que esperaba, y un extraño temor me invadió cuando me pidió dar un paseo por el jardín. No pude disuadirle de salir. Quedó claramente chocado con el aspecto del lugar, y cuando intentó tocar un espino vi brotar de su mano una gota de sangre donde las espinas le habían arañado. Suspiré y esperé el rechazo que surgiría en el visitante ante aquella desolación.

Y sin embargo la reacción del extraño fue muy distinta de la que me había temido. Después de observar gravemente el jardín durante largo rato, volvió la vista hacia mí y me contempló como si fuera una extensión del jardín exterior. Sentí que me tensaba ante la comparación implícita, y apreté los dientes esperando lo peor. No estaba preparada para la suave expresión de comprensión que apareció en sus ojos. Ni para la pregunta, hecha en una voz clara pero baja, íntima, y por otro lado casi tímida:

- Si te doy una flor, ¿la plantarás en tu jardín?

Miré incrédulamente al visitante, y luego desvié la vista al jardín. ¿Quién querría poner una flor en mitad de aquello? ¿Qué posible utilidad, qué futuro podía tener una flor en semejante entorno? Pero sus ojos demostraban tanta determinación que sentí que debía darle un voto de confianza.

- Si eso es lo que deseas, sí, plantaré tu flor en mi jardín. Pero no sé si podrá sobrevivir entre tanta mala hierba…

Él sonrió sin contestar, y sacó de entre sus ropas una flor recién abierta. Yo nunca había visto una flor tan hermosa, ni siquiera en los jardines de la gente que conocía, pero no me atreví a preguntar su nombre. Me pregunté por qué llevaría una flor cuando iba de viaje, si habría pensado darle la flor a otra persona pero en lugar de eso habría decidido dármela a mí, o si daría flores a todos aquellos con los que se encontraba a lo largo de sus viajes. Me pregunté qué habría sido de la flor si no me la hubiera dado a mí. Parecía tan perfecta, tan hermosa, tan frágil, que de repente tuve miedo de la responsabilidad de tener una flor así en la selva que tenía por jardín. No tenía sentido, no podía ser correcto ponerla en un sitio tan horrible.

- ¿Por qué me estás dando esta flor?- le pregunté, confusa-. ¿Crees que mi jardín necesita flores?

- Tu jardín necesita muchas flores- admitió él-, pero no te la doy por eso. Te la doy porque eres tú, y porque deseo que la tengas. Cultivé esta flor para que fuera tuya sabiendo que un día te conocería.

- ¿Y deseas dármela a pesar de que tu flor pueda morir entre mis espinos?

- A pesar de que mi flor pueda morir entre tus espinos. Morirá algún día de todas maneras, igual que el resto de las cosas vivientes, pero al menos habrá vivido. Y que muera antes de poder vivir es un riesgo que debo correr…- de repente el viajero suspiró y me tomó por los hombros-. Ahora debo irme, pero un día volveré y juntos comprobaremos qué ha sido de mi flor y de tu jardín. Sé que entretanto las cosas no siempre serán fáciles, pero si conservas la esperanza todo tendrá solución.

Me besó en la frente y se marchó, dejándome con la flor entre las manos y más confusa que nunca.

Siguiendo sus instrucciones, planté la flor en el centro del jardín, en un hueco que creé al efecto tallando los espinos de alrededor. No tenía mucha fe en que pudiera sobrevivir, pero arraigó sorprendentemente bien, y todos los días me adentraba en mi jardín para comprobar que la flor seguía sana, para regarla un poco - y, por qué no decirlo, para admirarla. Nunca había tenido nada tan hermoso, en el jardín o fuera de él. Y cada vez que la miraba recordaba los suaves ojos del visitante y su promesa de regresar.

Debido a que había tallado los espinos de alrededor, la flor arraigó en el único pequeño claro del jardín, el único lugar donde el sol conseguía llegar hasta el suelo. Y, debido al mimo que ponía en regarla y abonarla, empezó a crecer hierba fresca a su alrededor. El sitio era pequeño pero agradable, y me aficioné a pasar tiempo allí por el puro placer de sentir el sol en mi cara y la hierba bajo mis pies.

Me confié demasiado. Cuando me quise dar cuenta, lo que rodeaba a mi flor ya no era hierba sino mala hierba, y los espinos que había tallado cuando la planté empezaron a crecer de nuevo ávidamente hacia ese espacio donde había sol. Empecé a tener que arrancar matojos a cada rato para impedir que se apoderasen de mi pequeño paraíso.

Cuando conseguí restablecer momentáneamente el orden en mi parcelita, miré en derredor mío, angustiada al pensar en la cantidad de peligros que amenazaban a la flor en mi asilvestrado jardín. Viéndolo con nuevos ojos, me di cuenta de que un espino de proporciones gigantescas se tragaría mi flor en cuanto me descuidase, y decidí tomar medidas drásticas. Por muchos años que llevase ahí el espino y por grandes que fueran sus espinas, no tenía derecho a robarme mi pedacito de felicidad.

Así pues, una mañana me planté en mi jardín con unas tijeras de podar, y empecé a cortar ramas del espino, Al principio sólo pude recortar los bordes, las ramas tiernas, lo que tenía más cerca, y caían con tal facilidad que pensé que había sido muy tonta por no haberlo hecho mucho tiempo atrás. Conforme avanzaba el día, las ramas cortadas se acumularon a mis pies. Al llegar la noche, estaba agotada, arañada por todas partes, y tenía los brazos tan entumecidos que apenas podía levantar las tijeras. Con las últimas luces del día di unos pasos atrás y contemplé lo que quedaba del espino. Efectivamente había creado un hueco, pero viendo el conjunto del enorme arbusto, que era más alto que yo, apenas se notaba la diferencia. Me entraron ganas de llorar. Le lancé una mirada desalentada a la flor, cuyos colores parecían muy vivos después de tener todo el día la vista fija en el gris espino, y suspiré. Dejando allí los despojos del combate y las tijeras, me fui a dormir.

Por la mañana, me levanté dolorida de mis esfuerzos del día anterior pero decidida a continuar. Sin embargo, cuando llegué donde el espino, me percaté de que había cometido un terrible error al no limpiar después de mi trabajo del día anterior. Varias de las ramas jóvenes del espino ya estaban echando raíces allá dónde habían caído, y me estremecí pensando que si hubiera tardado unos días en volver habría tenido que luchar contra un bosque de espinos en vez de con uno solo. Me apresuré a arrancar los incipientes arbustos y a arrojarlos, junto con el resto de las ramas del día anterior, en un rincón alejado del jardín, donde más tarde las quemé. Luego tuve que ocuparme de las tijeras que, no contentas con tener el filo prácticamente mellado del combate del día anterior, amenazaban con rendirse al óxido por el rocío de la mañana. Me prometí ser más cuidadosa en adelante y, tras hacerme con unas nuevas tijeras aún más grandes y afiladas que las anteriores, recomencé mi ataque contra el enorme espino.

Fue una lucha difícil en la que tardé muchos días. Cada noche amontonaba las ramas cortadas y las quemaba para evitar que se convirtieran en nuevos arbustos. Conforme me iba adentrando hacia el corazón del espino, tuve que abandonar el uso de las tijeras de podar en favor de una pequeña sierra, con la que avanzaba más despacio pero con la que podía atacar ramas más gruesas. A cada tanto emergía del interior del espino para beber un poco de agua y descansar junto a la flor, que seguía prosperando y que empezaba a tener nuevos capullos. Los brillantes colores de la flor y su aroma fragante eran un regalo para mis agotados sentidos, pero aunque era consciente, en el fondo de mi mente, de que estaba batallando para proteger a la flor, aquello se había convertido en algo personal entre el espino y yo. El espino sabía que no podía derrotarme, que en algún momento yo conseguiría llegar al tronco principal y cortarlo definitivamente, pero entretanto se resistía con todas sus fuerzas, creciendo tan deprisa como podía para compensar las ramas que yo iba podando, y creando espinas cada vez más grandes para arañarme y obstaculizarme en mi trabajo. El día que me encontré rodeada de puntas de un palmo de largo quedé definitivamente persuadida de su mala fe.

Mi familia y mis amigos afrontaron mi obsesión por arrancar el espino con diversas reacciones. Unos cuantos parecían pensar que el espino en mi jardín formaba parte de mi personalidad y le daba vida al sitio, y estaban en contra de arrancarlo. Otros aplaudieron la iniciativa pero expresaron escepticismo en cuanto al resultado. Unos pocos se preocuparon por mi salud, que nunca había sido buena y que, según decían, sólo podía empeorar pasando tanto tiempo en el exterior haciendo semejantes esfuerzos físicos. Algunos se limitaron a mirarse de reojo y sacudir la cabeza pensando que me había vuelto loca. Probablemente todos tuvieran razón, en cierta medida, pero a esas alturas yo sabía que el espino tenía que desaparecer de mi vida o nunca más sería capaz de mirarme a mí misma en el espejo, así que ignoré los comentarios bien o malintencionados de la gente y seguí luchando.

Y así llegó el día en que por fin todas las ramas del espino habían quedado cortadas y sólo quedaba su tronco desnudo, del que mi serrucho (el cuarto que perdía la vida en el empeño) dio parsimoniosamente cuenta. Por fin estábamos solos: el tocón del nocivo arbusto, la flor y yo. La flor tenía mala cara últimamente, y no se me ocurría cuál podía ser el problema (no era el agua, ni la calidad de la tierra, ni el sol, ni desde luego la falta de compañía) hasta que emprendí la segunda hazaña: desenraizar el tocón. Entonces me di cuenta de que el espino, mientras yo me ocupaba de su parte visible, había contraatacado bajo tierra extendiendo sus raíces en dirección a mi pobre flor hasta prácticamente ahogarla. Conseguir liberarla de las vengativas garras del espino fue una tarea muy delicada, y durante unos días temí haber llegado tarde o haber cortado algo irreparable en las raíces de la flor, y pensé con absoluto desconsuelo en la cara que pondría el viajero si la flor pereciera en su ausencia. Afortunadamente la flor se recuperó con rapidez y al cabo de un par de semanas no quedaba ni rastro de su anterior tristeza.

Habiendo liberado por fin mi selva del espino que era su habitante principal, me encontré con un espacio vacío más grande de lo que en un principio habría pensado, y me pregunté qué iba a poner en ese lugar. Me tomé unos días para meditar con calma esta cuestión. Durante esos días, moviéndome dentro de la casa, sentía una sensación extraña cada vez que miraba hacia el claro que había dejado el espino. De repente me resultó casi angustioso haber arrancado una planta que había ocupado un espacio tan grande de mi jardín para salvar una flor recién llegada que jamás ocuparía tanto sitio, y por primera vez me pregunté si no habría cometido un grave error. A pesar de lo mucho que había llegado a odiar el espino, me encontré echándolo de menos.

Me regañé a mí misma diciéndome que de nada servía llorar sobre la leche derramada y traté de volver mis pensamientos a la más constructiva cuestión de qué hacer con el espacio. Lo había pasado tan mal para arrancar el espino que sentía cierta reluctancia hacia la idea de plantar un árbol u otro arbusto grande en su lugar. En consecuencia, acabé decantándome por poner césped y un parterre de flores de las que no crean un arbusto, sino que mueren cada año y renacen de nuevas semillas al llegar la primavera. Estas nuevas flores no llegarían muy alto, pero tampoco amenazarían a mi flor, y además me dejaban la flexibilidad de poder cambiar de idea al año siguiente si me decidía a instalar algo más duradero.

Ahora tenía un jardín lleno de matojos con un gran claro cubierto de flores en el centro. El claro ya se veía desde la casa, y la gente que venía a visitarme incluso se aventuraba a salir al exterior para admirar las flores. La flor del viajero atraía mucha atención, ya que estaba en solitario, separada del parterre y rodeada de hierba, pero no me gustaba dar explicaciones sobre ella. La angustia que me había atenazado al perder el espino había dado paso a una profunda perplejidad sobre mis propias razones, y aunque me daba cuenta de que para mí era fundamental preservar la flor no conseguía encontrar una explicación racional para ello.

Mi familia y amigos, que tanto habían refunfuñado en relación con mi manía de quitar el espino, estaban encantados con el resultado, pero me hicieron notar que seguía siendo imposible llegar hasta las flores sin salir arañado y picado por los cardos y las ortigas que dominaban el resto del jardín. Por pura coherencia me vi obligada a seguir con mi tarea de limpieza. Afortunadamente, y aunque había cardos más altos que yo, la labor fue mucho más sencilla que con el espino, y pronto mis visitantes pudieron caminar hasta el parterre central sobre un camino de losas de piedra puestas a intervalos irregulares sobre el suelo desbrozado, en un estilo minimalista que convenía a mi reticencia de establecer algo demasiado permanente en mi nuevo y cuasi-vacío jardín. Alrededor del camino planté bulbos que llegada la primavera llenarían la avenida de narcisos y tulipanes.

Durante todo el tiempo que empleé en desembarazar el jardín de las malas hierbas y sustituirlas por las nuevas flores, sabía que estaba meramente retrasando lo inevitable porque estaba agotada tras mi batalla contra el espino, pero no podía engañarme a mí misma. En algún momento tendría que decidirme a hacer algo con la hiedra.

La hiedra llevaba tantos años ahí que me daba la impresión de ser más antigua que yo. Sin duda había empezado como un intento de cubrir una pared vacía en el fondo del jardín, pero en su búsqueda de sol se había extendido no sólo por la pared, cuya existencia a estas alturas había que adivinar por debajo del perenne verde que la cubría, sino también reptando por el suelo formando una alfombra hasta alcanzar dos o tres árboles que tuvieron la mala suerte de no estar más cerca de la casa. Nunca supe de qué clase de árboles se trataba, ya que la hiedra se enroscó a su alrededor en un abrazo mortal que les ahogó. Sólo quedaban de ellos carcasas que se adivinaban blanquecinas por debajo del espeso abrigo de los brazos de la hiedra, sin una sola hoja propia, sin ninguna razón de existencia o de permanencia más allá de ser las plataformas que usaba la hiedra para ascender hacia la luz.

La hiedra se había quedado tranquilamente en sus dominios mientras el espino reinaba en el otro extremo del jardín, pero en cuanto el espino y los matojos desaparecieron percibió que allí había una oportunidad de luz a baja altura que no había que desaprovechar y empezó a reptar de forma subrepticia hacia el centro del jardín. Evidentemente, a estas alturas yo la estaba vigilando de reojo y era consciente del peligro que representaba para mi florecida pradera. Y sin embargo en un primer momento no hice nada.

Me resulta difícil explicar qué me contenía. Era una especie de sentimiento combinado de piedad y horrorizada fascinación. La hiedra, a diferencia del espino, no era una planta nociva de por sí. No tenía espinas, y esta variedad no era venenosa. Era simplemente una planta que amaba la luz, como todas las demás, pero que estaba dotada de forma diferente a otras para obtenerla. No podía crear un tronco duro, sólido y estable en vertical que le permitiera ascender hacia la luz sin apoyarse en nadie, y en consecuencia tenía que tomar apoyos donde los encontraba. El problema es que era atrozmente egoísta tomando esos apoyos, porque le daba lo mismo matar al árbol que le servía de escalera mientras ella consiguiera llegar a la luz. Yo no estaba segura de que aquello fuera un hecho consciente. La planta sólo mataba cuando su amor se volvía opresivo para su anfitrión, pero no era realmente culpa del uno ni del otro que el anfitrión quisiera seguir creciendo cuando la hiedra ya lo había rodeado con sus brazos con tal entusiasmo que ya era imposible separarlos.

La situación me confundía. Una de las razones por las que estaba despejando el jardín era que a mí también me gustaba la luz. Amaba sentir el sol sobre mi piel cuando me relajaba sobre la hierba junto a la flor, amaba los colores que el sol hacía relumbrar en la flor, y amaba cómo los pétalos aterciopelados de ésta me recordaban la luz de los ojos del viajero que había dicho que volvería.

Tras mucho pensar, me venció la compasión. Decidí que no había razón para exterminar la hiedra de la forma en que lo había hecho con el espino si podía encontrar otra manera de evitar el peligro para la flor. La pared del jardín estaba mejor cubierta de hiedra que desnuda; en cuanto a los árboles que habían perecido en brazos de la trepadora, ya era tarde para salvarlos, y arrancarlos de cuajo supondría desalojar a una ardilla y media docena de mirlos cantores que habían encontrado acomodo en los troncos huecos. En consecuencia, me limité a arrancar la alfombra reptante que se extendía entre la pared y los distintos árboles, sabiendo que la hiedra asida a los troncos tenía raíces propias y sobreviviría, en su mayor parte, aunque la separase de la planta original. En un arrebato, sembré el suelo de césped en la parte desbrozada pero volví a replantar varios esquejes de hiedra junto a las bases de unas estructuras de madera de formas caprichosas que instalé en diversos lugares del jardín. A medida que fuesen creciendo me ocuparía de que se mantuvieran alrededor de sus estructuras y las podaría regularmente para evitar que volvieran a desmandarse.

Todo el proceso de limpieza del jardín había durado meses. Había luchado contra el espino durante la mayor parte del verano, y para cuando me di por satisfecha con el estado de la hiedra los días eran cortos, fríos y húmedos. Estaba llegando el invierno. Las flores que había ido plantando en sustitución de los matojos fueron muriendo, y no había ninguna planta verde que alegrara un poco el jardín en los meses oscuros hasta que volviera la primavera. La flor que me había dado el extraño había arraigado bien durante el año, pero con el frío perdió la mayor parte de sus hojas. Me preocupaba que pudiese morir por el frío y la lluvia, pero aparte de cubrirla para protegerla de las heladas no podía hacer gran cosa por ella salvo esperar y ver si florecía de nuevo al llegar la primavera.

Los meses de invierno me parecieron mucho más tristes y grises que en años anteriores. Acostumbrada ahora a pasar mis días en el jardín, verme reducida a la inactividad del interior resultaba extraño, y pasaba tiempo asomada a las ventanas contemplando el exterior. El jardín parecía aún más un erial que en los tiempos del espino, y verlo tan vacío me producía auténtica angustia. Durante un tiempo me pregunté de nuevo si no me había precipitado al destruir la selva que tenía para crear esta desolación, y pensando en el viajero tuve a menudo tentaciones de maldecirle por haber aparecido en mi vida de manera tan fugaz dejándome la responsabilidad de la flor. Me preguntaba qué cara pondría si viera ahora mi jardín.

Al cabo de unas semanas, el vacío del jardín me resultó completamente opresivo. Aún sabiendo que las profundas raíces del espino habían estado a punto de causar la catástrofe, me di cuenta de que no podía poblar un jardín tan grande sólo con hierbas y pequeñas flores. Necesitaba árboles, arbustos, plantas altas y fuertes que dieran forma al jardín. Decidí que tenía que arriesgarme a que plantasen sus raíces en la tierra, aunque luego tuviera que sufrir si había que arrancarlos.

Estaba aún meditando qué clase de árboles o arbustos convenían a mi nuevo estilo de jardín y en qué lugares habría que plantarlos, cuando alguien llamó a mi puerta. Era el viajero.

Viéndole de nuevo ante mí sentí una enorme alegría (su presencia era un regalo después de lo mucho que le había echado de menos en mis trabajos de los últimos meses) pero por otra parte me invadió una sensación de pánico. Era la última semana del año, y el jardín parecía un desierto. ¿Qué iba a decir cuando lo viera?

Inicialmente la cuestión no se planteó. Durante la cena y muchas horas después, hasta que el fuego se convirtió en rescoldos en la chimenea, hablamos del mundo y de sus habitantes, de las cosas extrañas que había visto en sus viajes, de ideas, de pensamientos, de poesías, de canciones. En un arranque inesperado de sinceridad, le relaté mis batallas para arreglar el jardín y mis temores durante los meses que él había estado fuera. Pero en ningún momento mencionamos la flor.

Por la mañana, después del desayuno, salimos al jardín y, como la vez anterior, se quedó en silencio durante un largo rato, observando cada detalle, notando las diferencias y relacionándolas sin duda con todo lo que yo le había contado el día anterior. Luego, tomando el caminito de piedras, se acercó con pasos mesurados al lugar en que el tallo desnudo de la flor esperaba, como todos nosotros, la llegada de la primavera. Llamándome a su lado con un gesto, me indicó en silencio dos ramas cubiertas de yemas y una hojita verde que, contra toda probabilidad, había crecido ya en el tronco principal de la planta. Cuando le miré con asombro, le encontré sonriendo.

- Creo que hay esperanza- comentó feliz, y poniendo un brazo alrededor de mis hombros me hizo enseñarle durante toda la mañana el resto del jardín, explicándole mis ideas y debatiendo qué plantas habría que poner en cada sitio.

Unos días después, el jardín había incrementado su población con la llegada de un abeto, dos camelias y una azalea que ya estaba floreciendo y que planté junto a la puerta del jardín. El viajero seguía ahí, y me ayudaba risueño a elegir las plantas y a transportarlas hasta casa. Mi familia y algunos amigos ya le habían conocido, y aunque sabía que entre ellos se miraban de reojo con sorpresa y perplejidad ante la presencia y la identidad de mi huésped, yo les ignoraba con perfecta placidez.

Pero al cabo de un par de semanas, el viajero me dijo que debía proseguir su viaje.

- Al pasar por tu puerta no pude evitar llamar, pero no pensaba detenerme aquí este invierno. He dejado cuestiones pendientes de resolver en mi casa. Debo irme antes de que la nieve cierre los caminos.

Me entristeció su decisión, pero no podía pedirle que se quedase por mí. Tenía su propia vida que vivir. Sin embargo, la idea de no volver a verle me resultaba demasiado dolorosa.

- No hemos comprobado si la flor sobrevive al invierno- dije.

- Sobrevivirá- me aseguró con una sonrisa-. Resolveré las cosas que he dejado esperándome y volveré para verla florecer.

Así, en una mañana fría pero soleada, el viajero se despidió besando mi mano llena de arañazos y se marchó de nuevo, y volví a quedarme sola con mi jardín. Los amigos y parientes volvieron a mirarse de reojo, pero se abstuvieron de comentarios. Creo que ya se habían dado cuenta de que no les escuchaba. Desde mi lucha contra el espino había tomado mi vida en mis propias manos, para bien o para mal.

Me sentía en paz conmigo misma, segura por fin de lo que necesitaba y de lo que quería conseguir en mi jardín. Decidí plantar frutales a lo largo del caminito, y un par de nogales que dieran frescor en el verano, y un almendro, y un par de sauces… Tenía tantos proyectos que pensé que el jardín no conseguiría contenerlos todos. Había dejado de preocuparme que pudieran echar raíces las cosas que plantaba, y sólo me interesaban las flores y los frutos.

A lo largo de las semanas siguientes, conforme iba plantando nuevos habitantes en el jardín y se iba acercando la primavera, el erial que había visto el viajero se fue convirtiendo en un vergel. Todo fue arraigando y floreciendo, y muchos días de primavera me sentí como los narcisos, abriendo los brazos para recibir el amor del sol de la mañana.

Mi favorita y más mimada, por supuesto, era la flor del viajero, cuya única hojita del invierno estaba ahora acompañada por todas las que habían salido de las yemas al llegar el buen tiempo. Presentaba varios capullos, y estaba deseando que floreciesen - no sólo para disfrutar de la belleza de sus flores, por supuesto, sino porque el viajero había prometido volver cuando floreciera. Lo cierto era que, después de aquellos días que el viajero había pasado ayudándome con el jardín, todo éste parecía impregnado de su presencia, y no verle a mi lado me parecía extraño y, de alguna manera, injusto. Ansiaba que volviese para mostrarle los resultados de las cosas que habíamos planeado juntos, y para seguir haciendo cosas, en el jardín o fuera de él. Recordaba con nostalgia las noches que habíamos pasado charlando acurrucados al calor del fuego. Le echaba de menos, no había otra palabra para definirlo.

Mi familia se dio cuenta de mi melancolía y decidió, sin que yo lo supiera, que era el momento de celebrar mi éxito en el jardín con una gran fiesta. Cuando volví una tarde de investigar variedades de rosales en un vano intento de decidir cuáles deseaba para plantar alrededor de mi recién arreglado porche, encontré a todos mis amigos y familiares organizando un banquete. Todos me habían traído flores y plantas, y me saludaron con gritos de alegría. Tras la sorpresa inicial, disfruté muchísimo del evento, y sentí ver marchar a los últimos amigos cuando ya faltaba poco para el alba. Al despedirme de ellos en la puerta del jardín, noté una presencia junto a la verja. Era el viajero.

Le acogí con una sonrisa y le dejé entrar. Una vez dentro de la casa, paseó la vista con su habitual ecuanimidad por la cantidad de plantas dispersas por la casa y por el porche, y enarcó las cejas, sorprendido. Le expliqué en pocas palabras la fiesta sorpresa, y le vi sonreír.

- Vi que tenías una fiesta- comentó-, pero preferí no interrumpir. Parece que mucha gente te trae flores últimamente.

Me limité a reírme. Salimos en silencio al jardín, donde con la luz incierta entre la noche y el día el viajero se quedó contemplando el milagro producido en su ausencia. Permaneció inmóvil durante tanto tiempo, que finalmente fui yo quien me acerqué y puse la mano sobre su brazo.

- Vamos a ver la flor- propuse. Me miró con gravedad y repuso:

- Creo que no hace falta. Ya veo que tienes un jardín lleno de flores donde elegir. No parece que necesites la mía. Puedo irme tranquilo.

Pensé un momento en la respuesta que debía darle. Esto era importante.

- No es una cuestión de necesidad. El jardín y tú me habéis hecho lo bastante fuerte como para que ya no sea una cuestión de necesidad. Es una cuestión de elección, y yo he elegido hacer de tu flor el centro de mi jardín- contesté mirándole a los ojos-. Si deseas irte no puedo retenerte, pero esperaré tu regreso. Vengas cuando vengas, encontrarás un jardín, porque la selva de espinos ya no volverá nunca, y si te vas seguirá habiendo un jardín en tu ausencia. Pero lo importante es lo que habrá si te quedas.

- ¿Qué habrá si me quedo?- preguntó en voz baja el viajero.

- ¡Habrá vida! Habrá días de sol, y días de lluvia. El paso de las estaciones. Las flores, los frutos, la caída de las hojas y las ramas desnudas del invierno… Quiero compartir todo eso contigo.

Ahora las lágrimas empezaron a correr silenciosas por mis mejillas. No había nada más que pudiera decir. Él me abrazó, y su mano secó suavemente mis lágrimas mientras sus labios murmuraban en mi oído:

- Y yo quiero verlo a tu lado. Me quedaré.

Puse mis brazos alrededor de su cuello, y esta vez fui yo quien le besé.

Con las luces del amanecer nos acercamos por fin hasta la flor. No nos sorprendió demasiado ver que todos sus capullos habían florecido a la vez. 


AND YET…
(Sin fecha)


“I find no peace, and all my war is done.

I fear and hope, I burn and freeze like ice.

I fly above the wind yet can I not arise,

And naught I have and all the world I seize on.

(…)Without eyes I see and without tongue I plain,

I desire to perish and yet I ask health.

I love another and thus I hate myself.

Likewise displeaseth me both death and life,

And my delight is causer of this strife”
(Sir Thomas Wyatt)



Cuando me desperté y le vi junto a mí, tuve ganas de echarme a llorar. Para evitarlo (habría sido tan embarazoso) cerré los ojos de nuevo y suspiré, pero era tarde, mi mirada ya se había cruzado con la suya y sabía que estaba despierta. Resignada, volví a abrir los ojos.

- Hola - me dijo con suavidad. “Dios, no. Por favor, que no sea amable conmigo. No voy a poder soportarlo”, me dije con cierta desesperación. Le miré con impotencia, pero su cara tenía una expresión más dulce que nunca. Claramente, quería portarse bien conmigo, y el hecho de que tuviese esa intención me pareció tan conmovedor que cerré los ojos con fuerza. A pesar de la precaución, una lágrima se deslizó por mi mejilla. Rogué por que no la hubiera visto.

- Hola - susurré a mi vez. Hubiera querido decirlo más alto, pero la voz no me respondía. Quise levantar una mano para secar la lágrima, pero no tenía fuerzas. Además, mirando de reojo me percaté de que tenía un tubo enganchado al brazo. Suero, supuse, y la impotencia me invadió de nuevo. Suspiré otra vez, y una segunda lágrima cayó por la otra mejilla. Vaya por Dios, de ésta sí que se va a dar cuenta. Evidentemente, se dio cuenta, porque le oí carraspear.

- Te he traído flores - dijo, innecesariamente. Como si una pudiera dejar de notar el perfume de los lirios. De todas maneras, y como yo sabía que lo decía para distraer mi atención, volví la vista hacia el ramo, por cortesía. Tuve que parpadear dos veces antes de poder creerme que había combinado los lirios con rosas rojas. El chico no era, per se, muy entusiasta con el resto de las flores, pero evitaba como la peste las rosas rojas; siempre decía que, entre compañeros de trabajo, prestaban a confusión. En una ocasión me había regalado (excepcionalmente, como avergonzado y casi a escondidas) un ramo de rosas amarillas, y yo había sonreído ante las implicaciones del regalo. Ahora no supe qué pensar.

- Pensé que te oponías a las rosas rojas - comenté en voz baja. No era un comentario prudente, y menos en las circunstancias presentes, pero tampoco había sido una elección prudente por su parte. Vaciló un instante, pero como única respuesta se encogió de hombros y, apartándose de mi lado, se dio la vuelta para mirar un momento por la ventana. Cuando volvió junto a mí, me miró con la expresión amistosa pero impersonal que le caracterizaba y que a mí me sacaba de quicio y preguntó con voz alegre:

- Bueno, ¿y qué tal te encuentras? ¿Te sientes mejor ya?

Había vuelto a perderle. Por un momento realmente había creído que me contestaría, pero era demasiado pedir. En menos de diez segundos el hombre que me miraba enternecido desde detrás de aquellos ojos castaños había vuelto a convertirse en el individuo civilizado que me escoltaba a los conciertos de Bach al salir del trabajo. Cualquier otro día le habría contestado con un sarcasmo cualquiera, pero hoy no me sentí capaz. Le miré con desaliento y me eché a llorar. Era lo peor que podía hacer, porque él odiaba las lágrimas, pero no podía controlarme. Toda la situación era demasiado extraña, demasiado injusta.

- No llores, por favor - no me atreví a mirarle, pero su tono de voz parecía extrañamente desamparado -. Mira, estás muy cansada, va a ser mejor que me vaya y te deje dormir. Sólo he venido a desearte que te mejores, y a decirte que no tengas prisa en volver a la oficina. Lo importante es que te recuperes.

Era lo más largo que me había dicho en los últimos tres meses, excepto para regañarme cuando no hacía bien mi trabajo. Debía de sentirse muy culpable. Pero, desde luego, no lo suficiente, ni por las razones correctas. Claro que eso podía arreglarse.

- ¿Que lo importante es que me recupere? - repetí con amargura, tratando de mantener la voz firme (y fracasando lastimosamente) mientras me secaba furiosa las lágrimas con la mano libre de tubos -. ¿Lo importante para quién? ¿Para la empresa? ¿Para mi gato? ¿Para tí? ¿O para quién? Por amor de Dios, ¿qué más da? ¿Qué más da todo?… Nadie es indispensable, tú eres el que lo dice, ¿no? Pues déjate de tonterías con lo que es importante y lo que no es. Vete y déjame morir en paz.

- No seas boba - replicó con una calma enloquecedora. Me pareció que sonreía un poco. Me habría gustado sacarle los ojos, pero estaba demasiado lejos. Típicamente, aprovechó el segundo de silencio que siguió para cambiar de tema y decir, en el tono del niño bueno que ha hecho los deberes: - Por cierto, no te preocupes por tu gato; está bien cuidado.

- ¿Quién lo tiene? - dije, a regañadientes. No quería seguirle el juego, pero no me estaba dejando más remedio.

- Me lo he llevado a mi casa. Anoche estuvo maullando de manera lastimera hasta las tres de la madrugada, y esta mañana me ha arañado un tobillo porque casi lo piso sin darme cuenta.

Imaginando la escena, sonreí sin poder evitarlo (que era, naturalmente, lo que pretendía él).

- Pobrecito… - murmuré, compasiva. Me miró con desconfianza, preguntándose claramente si eso se aplicaba a él o al gato. Yo lo tenía muy claro -. ¿Y a eso le llamas cuidarlo bien?

- Le doy cobijo, le doy de comer y lo acaricio cada vez que pide mimos -se defendió, fingiéndose ofendido-. Yo diría que eso es cuidarlo bien, ¿no?

- Pues por esa definición a mí me cuidas fatal… - comenté como quien no quiere la cosa, y añadí para mis adentros, sabiendo que él lo estaba pensando: “…me niegas las tres cosas…”. Me miró con un reproche fingido que dejaba entrever un disgusto real. No era sólo por la broma, sino porque sabía que lo decía en serio, y porque éste era un tema prohibido entre nosotros. Le vi preguntarse si debía responder a la broma o hablar claro. Supe antes que él mismo que se inclinaría por la salida fácil. Dios, le conocía mejor de lo que creía.

- Bueno, te proporciono una oficina, te pago para que puedas comer, y además te traigo flores - respondió, en tono falsamente pensativo. Los dos meditamos un momento sobre la cuestión: oficina, cierto. Lo de pagarme para comer también era técnicamente cierto, pero no había que perder de vista que la razón por la que yo estaba tendida en la maldita cama de hospital con el tubo en el brazo es que llevaba seis días sin tomar más que café antes de desplomarme sin sentido en la oficina en cuestión. Ni siquiera me gusta el café, pensé en un aparte irrelevante. Y respecto a las flores, en fin… Señor, todo aquello no tenía ningún sentido. No me apetecía seguir jugando.

- Escucha, hablando en serio, ¿por qué no me dejas morir en paz? -pregunté mirándole a los ojos. Toda la vida había pensado que eso de los ojos helados era una expresión literaria hasta que le conocí a él. Entonces me di cuenta de que era cierto. Ahora me devolvió la mirada largamente, y pensé que sus ojos se deshelaban un segundo antes de volver a asumir la estudiada indiferencia de siempre.

- No quiero tener tu muerte sobre la conciencia -replicó.

Y ahí fue cuando me di cuenta de que de veras este hombre que tenía enfrente sabía. Sabía, sí, que el trabajo era demasiado, sabía que me sometía a excesiva tensión, sabía que no me había dado tiempo a comer en esos seis días en que sólo la adrenalina me había mantenido en pie para acabar con la operación. Pero también sabía que esos seis días sin comer eran una huelga de hambre por mi parte, una protesta desesperada contra la manera despiadada en que me trataba, una exigencia de que me prestase atención como ser humano. Me sentí absolutamente indefensa, porque él sabía y yo no. No sabía por qué me trataba unos días con una frialdad que me helaba los huesos y otros me recitaba poemas de amor. No sabía por qué me llevaba a comer tres días seguidos y luego me ignoraba olímpicamente durante semanas. No sabía por qué insistía a veces en que fuésemos juntos a exposiciones, cuando defendía a muerte la idea de que jamás se debe invitar a una mujer a la ópera (“luego se hacen ilusiones”), por no hablar de su cruzada por convertirme en fan de Wagner, a quien yo he odiado toda la vida. Y sobre todo, no entendía en absoluto su conducta para conmigo habida cuenta de su doctrina de que en el trabajo se tienen compañeros, pero no amigos y desde luego no relaciones. Era una situación que me dejaba hecha polvo día sí, día no. Ni con él ni sin él tenían mis males remedio, y algunos días me daba la impresión de que el único remedio era, no con él ni sin él, sino sin mí. Lo que también explicaba los seis días sin comer, y no por primera vez. Y él también sabía eso, malditos fuesen todos sus ancestros. Y aún así me decía que no quería tener mi muerte sobre su conciencia. Dios. A saber qué quería decir eso.

- Espero que el gato te arañe el otro tobillo -refunfuñé sombríamente recostándome de nuevo sobre los almohadones. Él se echó a reír, sus ojos se volvieron cálidos y por primera vez desde que me había despertado se acercó hasta mi cama y me tomó la mano. Me la apretó con fuerza y dijo con ligereza:

- Y yo espero que estés lo suficientemente recuperada para acompañarme el día veintiseis a Nueva York.

- ¿Qué hay el día veintiseis en Nueva York? -pregunté con desconfianza.

- Una reunión de negocios aburridísima con nuestros nuevos clientes... y una versión estupenda de Tanhäusser en el Met.

- Que será igualmente aburridísima, por Dios. No pienso desperdiciar ni un céntimo de mi dinero en pagar por oír a Wagner.

- No tendrás que hacerlo. Ya tengo las entradas.

Se inclinó, me dio un beso en la mejilla, y se dirigió hacia la puerta. La abrió y antes de irse me lanzó una última mirada llena de picardía:

- Nos han invitado los clientes…



LA VISITA DEL ÁNGEL
(Septiembre 1999)



Juan era un hombre muy desdichado. Trabajaba en un sitio que no le gustaba (una gran empresa con mentalidad de hormiguero donde la única manera de ascender era aprovechándose del sudor ajeno), estaba en la oficina tantas horas al día que rara vez veía el sol, llegaba cansado e irritable a casa todas las noches y apenas veía a su mujer. En consecuencia, su mujer estaba resentida con él. Un día que Juan había tenido una jornada de trabajo de treinta y seis horas seguidas llegó a su casa y tuvo una bronca tal con su mujer que ella hizo las maletas y se marchó de casa.

Sólo cuando Sara se marchó comprendió Juan que, a pesar de estar siempre absorbido por su trabajo, ella era lo que daba estabilidad a su vida; pero sabía que ella no volvería para continuar con la misma vida por mucho que el le rogase - y, además, francamente, él no tenía tiempo para rogarle que volviera; estaba demasiado ocupado en la oficina.

Sintiéndose más infeliz y más impotente que nunca, más descontento que nunca con su trabajo, su mujer y su vida, Juan salió una noche del trabajo, se emborrachó a conciencia en el bar de la esquina y luego cogió el coche para volver, como cada noche desde el abandono de Sara, a una casa llena de silencios. “Por lo menos no tenemos hijos que puedan reprocharnos esto”, se dijo Juan, sin que ello le sirviera de consuelo.

Sin duda fue culpa del alcohol, o de que la carretera secundaria que había tomado para llegar a casa estuviese mal iluminada, o (¿para qué engañarnos?) seguramente se debió simplemente a que Juan ya no soportaba más su vida. El caso es que de pronto dio un volantazo en una curva y se salió de la carretera.

Se arrepintió instantáneamente de su temeridad, pero ya era demasiado tarde. El coche se estrelló contra un pino centenario y quedó destrozado.

Cuando la vista nublada de Juan empezó a aclararse, se quedó paralizado de terror al ver la figura blanca que se alzaba ante él. Sin saber cómo, supo que se trataba del Ángel de la Muerte, y tembló.

El Ángel bajó una mirada indiferente hacia Juan, y comenzó a hacer un repaso de su vida.

Juan había sido un niño perfectamente normal de unos padres perfectamente normales. Hijo único y por tanto con tendencia a pensar que el mundo giraba a su alrededor, había corregido adecuadamente esa impresión en el colegio, donde había sido un estudiante más, y en la Universidad, por cuya facultad de Derecho había pasado sin causar ninguna impresión en particular. Tenía amigos, pero los había ido abandonando al crecer y ahora sólo tenía compañeros de trabajo. Se esforzaba demasiado por destacar en su trabajo sin conseguirlo, lo cual le producía una frustración constante que sólo podía aliviar, de una forma muy autodestructiva, peleándose con Sara, la única persona (aparte de sus padres y su abuela, que había muerto cuando él tenía seis años) que había sabido inspirarle un amor duradero.

El Ángel se recreó sucesivamente en los buenos y malos recuerdos de Juan: el calor del regazo de su madre, la melodía del pajarito de plástico que colgaba de su cuna, el aroma de las rosas blancas que había en el jardín de su abuela, la sensación de vacío a la muerte de ella, el dolor de una pierna rota a los ocho años, el placer de conseguir la aprobación de su padre cuando obtenía buenas notas en el colegio, la envidia que siempre sintió de los primos que vivían en el campo porque podían pescar con los pies descalzos metidos en el arroyo durante todo el verano, la angustia del amor antes de saber que era correspondido por Sara, la adoración absoluta que sentía por ella, el miedo a perderla que nunca le abandonó hasta que efectivamente la perdió, el odio reprimido contra sus jefes que sentía que le humillaban a pesar de sus esfuerzos (abyectos esfuerzos, permanentemente serviles y sin embargo siempre a regañadientes contra su sentido de la dignidad, y por tanto siempre acompañados del desprecio contra sí mismo por rebajarse a buscar sus favores), la desesperación de llegar a casa y saberse solo...

Juan se preguntó qué había hecho para estropear de tal modo su vida, se preguntó si todavía habría manera de arreglarlo, y de pronto se dio cuenta de que era tarde, demasiado tarde, porque estaba ante el Ángel de la Muerte y eso significaba que ya nada tenía remedio. Le asaltó una desesperación tan profunda que se echó a llorar. Su alma llamaba a Sara con todas sus fuerzas, pero se daba cuenta, muy en el fondo de sí mismo, de que nunca volvería a verla. Se encogió y siguió encogiéndose, deseando sólo desaparecer del todo para dejar de sentir el dolor.

El Ángel, ajeno al grito del alma de Juan, le preguntó si tenía algo que decir en su defensa.

Juan se quedó callado. Se sentía muy pequeño, muy desesperanzado, muy solo ante su probable destino, y tremendamente perdido. De repente, acudió a su mente la música del pajarito que colgaba de su cuna cuando era un bebé. Cerró los ojos y empezó a tararearla, más para reconfortarse a sí mismo que para responder al Ángel. Se meció con la música hasta que sólo quedó eso en su mente, y cuando la melodía acabó abrió los ojos y miró al Ángel. Era una mirada indefensa, pero límpida. El Ángel lo sabía todo, y él sólo podía esperar el veredicto.

Cuando sus ojos se encontraron con los del Ángel, Juan se quedó asombrado. Había esperado leer en ellos su condena, pero lo que vio en ellos fue una mirada de amorosa compasión.

- Pobre niño indefenso -dijo el Ángel-. Te habías perdido en la oscuridad. Ahora que has vuelto a encontrarte, sabrás por dónde debes ir.

El Ángel tomó a Juan en sus brazos y lo depositó de nuevo donde lo había encontrado. Le dio un beso en la frente y murmurando: “Ve, y no hagas más daño”, se desvaneció en el fresco aire de la madrugada.

Juan se despertó con las primeras luces del alba. Estaba tumbado en el suelo junto a su coche destrozado. Se levantó sintiéndose, por primera vez en mucho tiempo, en paz consigo mismo, y se quedó mirando el horizonte hasta que el sol acabó de salir. Luego llamó a su empresa y dimitió de su puesto.

Puso un despacho en un pueblo pequeñito, abandonó su piso de la ciudad y se compró una casita con jardín donde plantó rosales blancos.

Por fin, consiguió reconciliarse con Sara. Al cabo de un año, tuvieron un hijo. Cuando el niño nació, Juan desenterró del desván de sus padres la cuna que había tenido él y se llevó el pajarito. Aún funcionaba como el primer día. Lo colgó de la cuna de su hijo.