El por qué de este blog

Siempre me gustó escribir, pero sin público pierde gracia. La escritura, como la música, es una labor íntima y personal, pero sólo alcanza su verdadera medida cuando se comparte con el otro. Cuando era niña, escribía para mi familia; en la universidad, para mis condiscípulos; en mi trabajo, para mis compañeros. Hoy he pensado que a partir de ahora voy a escribir para vosotros. Espero que lo disfrutéis.

Vivencias y amigos






JUVENTUD, DIVINO TESORO(Mayo 2005)



Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro...

y a veces lloro sin querer
.

(Rubén Darío)



Normalmente no notamos demasiado el paso del tiempo, salvo por los ritmos vitales de levantarnos, acostarnos, guardar la ropa de invierno y sacar la de verano. Sin embargo, algunos días el tiempo se venga de esta indiferencia nuestra echándosenos encima sin remedio.

El fin de semana pasado, sin ir más lejos, quedé a comer con un amigo al que no veía desde el funeral de mi padre, hace tres años. Nos encontramos en el vestíbulo de la universidad en la que habíamos compartido cinco años y, tras un abrazo inconteniblemente emotivo, nos miramos y pronunciamos la misma frase: “¡No has cambiado nada!”.

No hubo ni un segundo de timidez, ni de embarazo, ni de esa falsa confianza que queda a veces cuando la amistad se ha ido; fue como si nos hubiéramos separado el día antes. Al cabo de minuto y medio estábamos pidiendo ávidamente noticias, y durante las dos horas siguientes, en las que no paramos de hablar, revivimos todos los viejos recuerdos y nos contamos todas las cosas que cada uno se había perdido de la vida del otro. Su hermano el mayor se casó, el mediano rompió hace poco con la novia. Mi hermana, trabajando en mi misma manzana; yo, mudada a Madrid para evitar las largas idas y venidas cotidianas. Sus padres bien; mi madre, como siempre.

Y, por fin, sacó el sobre y me lo tendió con una sonrisa.

Me lo había dicho por teléfono cuando me llamó para quedar, y sin embargo me emocioné de todas maneras. Se casa.

Todavía me acuerdo del día que, en segundo de carrera, durante una clase de Derecho Canónico, me susurró: “¿Sabes, Inés? Me he enamorado...” y yo, perpleja, miré a aquel chiquillo de diecinueve años y le pregunté cómo sabía que estaba enamorado. También era chiquilla yo, y sin mayor interés en el amor por aquellos días, pero su convicción me llamó la atención. Tampoco es que me preocupase demasiado: siempre he sido posesiva con mis amigos, pero hay categorías en las que no compito, y sus novias siempre me han visto como compañía aceptable alrededor de sus legítimos. De hecho, cuando conocí a la “princesa” rubia de mi amigo (pero esto fue años más tarde, en nuestra ceremonia de licenciatura) fue ella la que me sonrió con timidez y me agradeció mi presencia al lado de mi amigo durante los años de universidad.

Pensándolo ahora, supongo que debí servir a mi amigo de Pepito Grillo más de una vez. Siempre fui la madre de aquel excéntrico rebaño de criaturas venidas de todas las provincias de España que se reunieron en el Escorial con la peregrina idea de estudiar Derecho. Los que no estuvieron conmigo aquellos años me lo reprochan como muestra de mi carácter misionero-reformador; pero los que fueron mis compañeros todavía parecen recordarlo con cariño, así que asumo que no debí hacerlo tan mal los tres años que ejercí de delegada. Estoy deseando volver a ver a unos cuantos en la boda.

Es sorprendente pensar que se casa con esta misma chica. Considerando el tiempo que hace que salimos de la universidad, deben llevar juntos casi diez años. Alguno menos que los años de amistad que tengo con él. Qué barbaridad. Él empieza a tener algunas canas, aunque aún no ha cumplido los treinta, pero su sonrisa sigue siendo la misma sonrisa sincera y confiada de aquellos días, y sus ojos castaños siguen chispeando con el mismo afecto. Dios, cómo le sigo queriendo. Hay cosas que el tiempo de veras no cambia.

Es tentador pensar que en esa época las cosas eran más fáciles, pero prefiero pensar que sencillamente los problemas eran diferentes. Las reps and warranties de una compraventa son fundamentales, pero no tanto más complicadas que conseguir negociar con una profesora de Derecho Procesal poco comprensiva que tenía que cambiar la fecha del examen para la compañera que estaba en el hospital con apendicitis, o explicar con lógica a la de Civil que era muy conveniente acabar la última clase cuarto de hora antes porque había partido de la Copa de Europa y los chicos se escaparían de todas maneras a la mitad y les faltarían la mitad de los apuntes.

Sigo volviendo con frecuencia a mi universidad, porque en mis ratos libres me ocupo de la asociación de antiguos alumnos; pero, aunque me gusta pasearme por el claustro de granito y emborracharme con el aroma de las rosas que en él florecen en mayo, durante la temporada de exámenes, es raro que sienta una bocanada de nostalgia tan fuerte como la que sentí el otro día cuando vi a mi amigo. Fue cuando me di cuenta de que realmente el tiempo ha pasado, que le había echado de menos, que echo de menos a los demás. Ángel, Diego, Chus, Miguel, Xuxo, Paco, Lolo... ¿Dónde estarán mis niños? ¿Volveré a verles alguna vez?

Supongo que la pregunta real es si volveré a ser alguna vez tan inocente como lo era entonces, y que la respuesta forzosamente negativa es donde el tiempo realmente demuestra que no puedo ganar. Pero es agradable ver que, aunque envejezcamos, cambiemos de vida o nos mudemos, en lo esencial, “no hemos cambiado nada”.





REDECORANDO LA VIDA(Febrero 2005)



Somewhere over the rainbow

Skies are blue,

And the dreams that you dare to dream

Really do come true.
(El mago de Oz)



Esta vez escribo mi habitual artículo para la revista en un estado de ánimo algo más disperso de lo normal, porque todavía estoy intentando sacar conclusiones de dos hechos que he presenciado hoy; dos situaciones de las que no tenía mucha experiencia previa y que me parecían, a primera vista, no tener gran cosa en común una con otra. Sin embargo, visto lo visto, empiezo a preguntarme si no serán en gran medida similares. Veamos:

La primera de las cosas que me ha hecho pensar ha sido estrenar el coche nuevo de un amigo. Debo explicar antes de empezar que no tengo coche, ni tan siquiera permiso de conducir, por lo que posiblemente mi visión sea algo más exterior que la de alguien que sí esté acostumbrado a tener coche.

Mi amigo (al que pido de antemano perdón por la irreverencia de esta columna para con su nuevo juguete) había estrellado su coche anterior en un accidente en el que gracias a Dios no pasó nada peor. Después de darnos varias semanas, si no meses, de entretenimiento a los que le rodeamos con incertidumbres totalmente hamletianas sobre el modelo, agonías existenciales sobre los complementos y dudas sobrecogedoras sobre el mejor color para el tapizado (que a los que estamos a su alrededor nos han resultado sucesivamente interesantes, curiosas, absurdas, incomprensibles o sencillamente exasperantes), se ha comprado uno de esos coches deportivos llenos de accesorios de nombre raro cuya existencia jamás se me habría pasado por la imaginación, y con tantos botones que supongo que necesitará leerse el manual dos o tres veces antes de descubrir que ninguno de ellos enciende ni el turboláser, ni el lanzamisiles, ni siquiera el paracaídas de emergencia.

Mi amigo llevaba dos semanas con la sonrisa fija de alguien que no acaba de creerse una buena noticia, y es que le habían anunciado que su coche ya venía. Ayer fue a recogerlo, y hoy hemos dado un paseo para probarlo. En una hora escasa que ha durado la ida y vuelta al lugar al que teníamos que ir, ha refunfuñado la mitad del camino sobre la lentitud del tráfico que no le permitía probar plenamente el motor del animalito (aunque visto el habitual atasco del Paseo de la Castellana tampoco se le puede culpar por ello, y sí, sí, el coche ronroneaba como un león hambriento y daban ganas de dejarle correr), sobre la criminalidad de los demás conductores, que estaban intentando (seguro, seguro) rayarle deliberadamente el coche, y sobre la calidad constructiva del túnel en el que una gota de agua cayó del techo salpicando el cristal (de hecho, a la vuelta se desvió del camino para evitar que pasar debajo de otra gotera). Ha probado todos los botones de apertura y cierre de puertas y ventanas, la temperatura de calefacciones, la radio y Dios sabe qué otros gadgets. Le ha dado tres vueltas al coche cada vez que lo ha aparcado, aunque no sé si para seguir admirándolo o si para estar seguros de que seguía intacto. De verdad, hacía tiempo que no me divertía tanto. Ha sido completamente enternecedor.

El segundo acontecimiento de hoy ha sido la visita a otro amigo cuya esposa acaba de dar a luz. De hecho, hemos ido a verles en el coche nuevo de mi primer amigo. Mi segundo amigo nos ha tenido puntualmente al día de su embarazo, por lo que a lo largo de los últimos meses hemos podido extasiarnos a gusto con la ropita y accesorios que les iba comprando a la madre y al niño cada vez que pasaba delante de una tienda, hemos discutido y opinado sobre el nombre, hemos intentado adivinar qué parte de las ecografías representaba la cabeza o el brazo de la criatura y nos hemos mirado de reojo los unos a los otros mientras éramos informados sobre las últimas teorías de puericultura que mi amigo aprendía en las clases de preparación al parto. Es el futuro padre más concienciado e ilusionado con el que he tenido el placer de tratar. Su sonrisa durante los nueve meses de embarazo ha sido la misma que tenía mi amigo el del coche cuando estaba esperando que se lo trajeran.

No es mi intención frivolizar sobre los niños o los coches y el efecto que puedan producir sobre la mente masculina en general o sobre mis amigos en particular. Les tengo demasiado cariño y vivo sus peripecias demasiado de cerca para no darme cuenta de lo importantes que son estas cosas para ellos. No, sobre lo que me ha hecho meditar esta coincidencia es, más bien, sobre la importancia de la ilusión.

Pensándolo con calma, la mayor parte de nuestra vida se reduce (con las variantes características de cada uno) a una rutina de levantarnos, ir al trabajo, trabajar, comer, seguir trabajando, volver a casa, cenar, acostarnos, dormir y volver a levantarnos. El trabajo en el Despacho es más creativo y estimulante que en otros sitios, pero finalmente la sensación de rutina es esencialmente la misma para un oficinista cualquiera que para un trabajador de fábrica, y esa sensación de rutina embrutece igual a todos los niveles si no se ve complementada con algo más, algo que permita vislumbrar una ruptura en esa rutina. Por eso todos ansiamos por igual la llegada del fin de semana, para apartar la mente de la rutina diaria y hacer cosas diferentes. Y por eso, creo, buscamos ilusiones, más o menos lejanas, más o menos realistas, que puedan suponer diferencias permanentes en la rutina (o, como dice la publicidad de la tienda de muebles, que permita “redecorar tu vida”): un viaje, una mudanza, una familia, una nueva carrera, o “Ay Dios, que me toque la lotería”, que en el fondo es la fórmula mágica de los españoles que resume todo lo anterior.

Cierto es que hay ilusiones pequeñas y grandes: no es lo mismo soñar con tener tiempo de poner cortinas en casa que soñar con tener un hijo. Personalmente, no acabo de decidir si es mejor tener una ilusión mayestática que pueda alcanzar a tu vida entera (una del tipo “ojalá el viniera el príncipe azul y me sonriera para que fuéramos felices y comiéramos perdices para siempre”), o conformarse con ilusiones pequeñitas que sean más alcanzables (“ojalá pudiera ir con Fulanito al cine este fin de semana”). Lo malo de las ilusiones con mayúscula es que corren el riesgo de ser espejismos y que nos pasemos la vida persiguiendo un imposible, pero lo malo de las ilusiones con minúscula es que llevan a una vida de mediocridad imaginativa cada vez mayor que finalmente se empantana en la rutina.

Supongo que es una decisión de cada cual pero, como yo misma he pasado fases de mi vida sin la más mínima esperanza (y un túnel puede hacerse muy largo cuando uno no tiene una luz que le guíe hacia la salida), testifico que es mejor una ilusión, aunque sea irrealizable, que no tener ninguna ilusión en absoluto.

Lo único que puedo decir es que me alegro por mis dos amigos, que han realizado cada uno su ilusión. Ojalá que ambos conserven la ilusión, el uno con su coche y el otro con su niño; que la costumbre de verlos no haga que se les olvide la maravilla de haberlos conseguido; y que ambos encuentren nuevas ilusiones que les permitan seguir mirando hacia adelante con toda la esperanza y felicidad que se merecen. Y lo mismo para todos vosotros.





BENITO(Octubre 2002)



¿Los vuelos de la golondrina

ensaya en la sombra el murciélago

para luego volar de día...?


(Juan José Tablada, “El Murciélago”)



Una de las ventajas, o inconvenientes, de vivir en el campo es que el contacto con la fauna local puede llegar a ser mucho más directo que en la ciudad. De niña, recuerdo haber pasado veranos enteros encaramada en mi ventana observando el nido de golondrinas que había justo debajo del tejado. Me encantaba ver a la pareja de aves migratorias que llegaba todos los años desde el sur yendo y viniendo con materiales para reparar su nido en primavera, y luego trayendo comida para las crías durante el verano, antes de desaparecer con los primeros fríos para volver al año siguiente. Oír el grito agudo de las golondrinas sigue trayéndome la sensación del sol y del viento agitando los árboles del patio de la casa, la memoria del negro azulado de sus colas bifurcadas, pasando a toda velocidad en el vuelo elíptico y fluido de sus alas estilizadas sobre corrientes de aire entre las que su grito suena sólo como un sonido apenas escuchado y ya desaparecido. En realidad, eso siempre me llevó a emparentarlas con los murciélagos. En el campo, y sobre todo en los grandes espacios, ocupan en las horas nocturnas el lugar de las golondrinas. Tienen el mismo vuelo caprichoso pero medido, la misma velocidad que impide apreciar su forma verdadera, el mismo concepto de grito sutil e inaudible. Los murciélagos son las golondrinas de la noche.

Mis golondrinas abandonaron su nido hace años, desalentadas por las continuas obras en el parque debajo de mi casa, pero eso no significa que la interacción con la fauna local disminuyera: las abejas intentaron hacer un panal entre dos hileras de libros del salón (las avispas, en cambio, últimamente prefieren las cajas de cartón en la cocina); las mariposas entran y salen con absoluta despreocupación por las ventanas del salón; una ardilla recorre de vez en cuando los cuatro enormes abetos de la fachada delantera tratando de robar los huevos del nido de urracas que hay en el tercer abeto; y un magnífico y enorme saltamontes verde se coló una noche en la habitación de mi hermana y quedó automáticamente bautizado como "Flip", en recuerdo del personaje de la Abeja Maya. Y este año, en particular, hemos sido bendecidas con la compañía de Benito.

Tuve por primera vez noción de la existencia de Benito alrededor del pasado mes de mayo, una noche en que me pareció ver en la escalera una sombra que no me resultaba conocida. Al acercarme para ver si era animal, vegetal o mineral, salí de dudas cuando súbitamente la mancha empezó a revolotear a mi alrededor. Cielo santo, un murciélago. Tuve que aprovechar el momento en que sus erráticos paseos en torno a mi cabeza le llevaron al otro lado del rellano para entrar rápidamente y cerrar la puerta antes de que la criatura se diera por invitada y me siguiera al interior.

No sé si alguno de los lectores tendrá experiencia tratando con murciélagos. En mi casa entraban a menudo en las noches de verano cuando yo era pequeña, lo cual producía ocasionalmente escenas más bien cómicas. De hecho, recuerdo vívidamente a mi padre persiguiendo a uno por el pasillo, agitando una escoba para tratar de empujarlo hacia una ventana, mientras mi hermana y yo protestábamos porque queríamos darle de comer y conservarlo como mascota. Y es que, si eres niño, estás perdido cuando has comprobado la suavidad del pelo de un murciélago (nada que ver con un gato, por ejemplo, cuya piel en comparación parece un cepillo de púas), cuando has tocado la finísima membrana que forma las alas y las orejas, cuando has visto esos ojillos negrísimos pero ciegos. También es cierto que tienen unos dientes pequeños pero afilados, como descubrió mi madre a su pesar un día que encontró a un ejemplar dormido agarrado a una cesta de mimbre en nuestra cocina y trató de dejarlo en la ventana. La pobre criatura, supongo que aterrada por verse despertada de forma tan abrupta, plantó los colmillos en el dedo de mi madre pensando que era en legítima defensa antes de echar a volar hacia la libertad. Afortunadamente no tenía la rabia.

A lo largo de los días siguientes a nuestro primer encuentro, volví a ver un par de veces al nuevo morador de la escalera cuando volvía tarde por la noche, pero por suerte creo que se debió de acostumbrar a mi presencia y no volvió a levantar el vuelo al verme aparecer. En casa le llamábamos el Habitante, pero un fin de semana de junio le mencioné su existencia a unos amigos que quedaron tan encantados con él que decidieron que se merecía un nombre. Finalmente, y por aclamación popular, fue bautizado como Benito.

Benito parecía haber adoptado la escalera como su hogar, al menos durante el horario aproximado de once de la noche a cuatro de la mañana. Entraba por la ventana del rellano, que en verano siempre está abierta, plantaba las uñas en una pared, se quedaba allí sin moverse y en algún momento de la madrugada desaparecía, para volver la noche siguiente. La situación convertía mi regreso a casa por las noches en el momento más emocionante del día, porque nunca sabía si estaría o no y, caso de estar, en qué rincón de la escalera estaría agazapado esperándome. Le gustaban sobre todo las esquinas y las zonas en que la pared confluía con el techo, pero no por ello desdeñaba a veces apostarse entre los escalones a la altura del tobillo para sorprenderme. En una ocasión lo encontré apostado directamente sobre el quicio de la puerta de nuestro piso, como si fuera la gárgola guardiana del umbral.

Una vez acostumbrados los unos a los otros, Benito resultaba un vecino excéntrico pero inofensivo. Sin embargo, una noche regresé a casa para encontrarme con que nuestra escalera albergaba no ya uno sino dos (¡dos!) murciélagos. Uno de ellos se quedó tranquilamente en su sitio, pero el otro se abalanzó directo contra la puerta en cuanto la abrí, lo cual me obligó a cerrarla a toda velocidad para evitar que entrase. Me temo que la pobre criatura se dio un buen golpe contra la puerta, pero al menos salió volando en dirección contraria y eso me permitió volver a abrir, entrar y acerrojar la puerta tras de mí antes de que pudiera hacer un segundo intento.

Esto me dejó un poco preocupada. Los murciélagos son seres bastante gregarios, y la presencia del segundo ejemplar planteaba varias posibilidades hasta cierto punto alarmantes. La primera era que Benito, emulando al elefante que se balanceaba sobre la tela de araña, encontrara nuestra escalera tan agradable que hubiera decidido atraer al resto de su colonia a vivir con él (la idea de tener que subir cada noche una escalera cubierta de murciélagos colgados de las paredes resultaba un poco gótica para mi gusto). La segunda posibilidad era que Benito hubiera encontrado al amor de su vida y hubiera decidido fundar una familia en nuestra escalera, lo cual nos pareció tierno pero no mucho más deseable. La tercera hipótesis era que Benito fuera un murciélago de moral liberal que utilizase la escalera para sus citas, idea que en casa despertó una profunda censura. Sin embargo, tras someterlo a votación decidimos no hacer juicios de valor precipitados, ya que distinguir un murciélago macho de una hembra en pleno vuelo estaba por encima de nuestras capacidades y podía ser que el segundo murciélago fuera simplemente un amigo que hubiera decidido, por así decir, pasar una noche en el sofá. Me temo que nunca sabremos cuál era la realidad, porque no volvimos a ver al segundo murciélago. Sospecho que quedó tan escarmentado del golpe con la puerta que Benito no consiguió que volviera.

La gente que venía a visitarnos no siempre creía en Benito cuando hablábamos de él; nadie parecía verle nunca y sólo sabían de su existencia por nuestras historias. Mi madre, medio en broma, sugirió que tal vez se tratase de mi padre (que había muerto unas semanas antes de aparecer Benito) cuidando de nosotras a su manera. Personalmente, y viendo que mi padre solía tratar a los murciélagos a escobazos, me permito dudar de la probabilidad de que decidiera reencarnarse precisamente en murciélago para seguir junto a nosotras, pero efectivamente nunca se sabe...

En todo caso, y fuera o no un espíritu tutelar guardián de nuestra puerta, me temo que habrá que decir de Benito como en la canción de “Los Miserables”: “He slept a summer by my side, / he filled my days with endless wonder, / he took my childhood in his stride / but he was gone when autumn came”. Desapareció sin dejar rastro, según su costumbre, más o menos entre el equinoccio y el día de San Miguel, en la última semana de septiembre. Se llevó con él al buen tiempo, que al terminar el “veranillo de San Miguel” dio paso a un otoño lleno de una lluvia que nuestros pantanos necesitaban desesperadamente para poder reponer fuerzas después de toda el agua desaparecida este año.

Parecerá absurdo decirlo, pero le había tomado cariño. Creo que habíamos llegado a confiar el uno en el otro, y las noches que no le veía parecía que le había faltado algo a mi día. Me temo que, como el zorro del Principito, he sido domesticada. Jamás supuse que un ser tan raro como un murciélago pudiera conseguirlo, pero así es. Ahora le echo de menos. Los murciélagos no son, a diferencia de las golondrinas, animales migratorios, así que espero que su ausencia signifique que ha encontrado un sitio cálido y tranquilo para sobrevivir al invierno de la sierra madrileña. Me gustaría volver a verle cuando vuelva el buen tiempo, pero no sé si regresará. Supongo que sólo puedo dejar abierta la ventana del rellano y confiar en que recuerde nuestra antigua amistad.



IT NEVER RAINS (BUT IT POURS) (Febrero 2002)



Maybe it's because I'm a Londoner

that I love London so

Maybe it's because I'm a Londoner

that I think of her

wherever I go...
(Canción popular)



Hace un año, cuando me vine a Londres, dos amigos me despidieron con proverbios bien distintos sobre la ciudad que me esperaba. Uno fue "Hell is a place very much like London"; el otro me dijo: "If you are tired of London, you are tired of life". En consecuencia, cuando alguien me pidió que dedicase este artículo a mi época en Londres, me quedé pensando en qué podría contar. Finalmente, y siguiendo la mejor tradición de conversación británica, he decidido empezar hablando del tiempo.

La gente tiene esa curiosa idea de que en Inglaterra llueve de forma constante. Nada más lejos de la verdad. En primer lugar (ley de Murphy), tiende a llover sobre todo cuando uno no lleva paraguas. En consecuencia, basta con arrastrar permanentemente un paraguas para que la probabilidad de mojarse disminuya, ya que (a) no lloverá; y (b) si lloviera se podría uno cobijar bajo el paraguas. Sin embargo, esto es algo que aconsejo sólo a las almas aventureras, porque es un hecho demostrado que tan pronto se abre el paraguas se levanta un vendaval tal que uno tiene que luchar no sólo contra la lluvia sino además contra el propio paraguas, que de repente parece adquirir una vida propia y se empeña en arrastrar a uno hacia el cielo como si fuera Mary Poppins.

El caso es que en Londres, lo afirmo con rotundidad, no llueve tanto como parece. De hecho, ni siquiera hace gris de manera constante. En el año que he estado en Londres ha hecho sol muy a menudo.

Es cierto que cuando llegué, a finales de febrero del año pasado, nevó prácticamente todos los días durante casi un mes, y que en primavera hizo viento y efectivamente llovió lo que tenía que llover, pero tuvimos un verano muy agradable (aunque todo el mundo me dice que ha sido excepcionalmente caluroso), y en otoño tampoco es que diluviase de manera permanente. Tenía curiosidad por ver qué tal invierno tendríamos, ya que había opiniones conflictivas: las previsiones del electricista que se pasó tres semanas tomando la temperatura a la agonizante calefacción de mi despacho no eran muy optimistas, pero el florista que todas las semanas nos trae las flores a la oficina decía que no era para tanto. Al final parece que el único momento de frío serio sucedió mientras yo estaba fuera de Londres por Navidad, así que creo que en cuestiones de previsión del tiempo hago mejor en fiarme del florista. Es un hombre con una dicción de vocales un poco heterodoxa pero con muy buen carácter y una conversación fascinante, que a menudo se para a charlar unos minutos con nosotros a propósito de su amor por el golf, o de su casita en Málaga, o de las curiosidades de su otra especialidad profesional, que son los arreglos de flores para funerales.

La oficina de Londres está en un piso trece, con orientación sudeste. La pared exterior es toda ventana salvo por los radiadores, y debajo hay una placita con árboles y una fuente, donde antes del célebre incendio del siglo XVII se alzaba el antiguo priorato de san Agustín y el gremio de destiladores, que para celebrar el fin del segundo milenario han instalado en la plaza una estela que reproduce las palabras finales de santa Mónica: "Nothing is distant from God". Desde el piso trece parece más fácil creerlo, suspendidos como estamos entre el cielo y el suelo, separados del aire libre por esa fina capa de cristal y viendo volar los patos debajo de nuestras ventanas. Nunca me han asustado las tormentas, pero los rayos a esa altura son espectaculares, y en los ascensores se oye soplar el viento de tal forma que por momentos me pregunto si no vamos a salir volando, o ardiendo. Los detectores contra incendios, sospecho, comparten mis dudas, porque se activan automáticamente dos o tres veces al mes y nos obligan a bajar (y subir después) los trece pisos de escaleras hasta la calle en medio de una ensordecedora sucesión de timbres de alarma que ya querría yo algunos días para mi despertador. La gente del edificio está tan acostumbrada que bajan charlando tranquilamente y con la taza de café, y se quedan en la calle mirando con interés la llegada y partida de los seis (¡seis!) camiones de bomberos que vienen raudos a nuestro rescate cada vez que se disparan las alarmas.

Desde nuestros despachos tenemos unas vistas estupendas sobre el resto de los rascacielos de la City, el puente de la Torre, el Banco de Inglaterra y la iglesia de St. Lawrence Jewry, aunque por las mañanas hay que olvidarse de todo ello y cerrar las persianas a cal y canto para evitar tener el sol en los ojos. Desde la biblioteca donde, aparte de estudiar, tomamos el sandwich cotidiano del mediodía, vemos además el Big Ben (sí, sí, justo allí, en el eje de la noria), la catedral de St. Paul, la chimenea de la Tate Modern y la espira de St. Mary-le-Bow, que tiene un dragón por veleta. También he contado treinta y ocho grúas, pero gracias a Dios creo que no son permanentes. La City monta y desmonta sus edificios como un niño jugando con un mecano.

Cuando hace buen tiempo disfrutamos de unas puestas de sol maravillosas (que en diciembre, por cierto, son a las cuatro de la tarde). Desde la biblioteca se admira perfectamente cómo el sol se hunde entre las grúas que hay junto a la catedral de St. Paul. Sin embargo, desde mi sitio, que mira hacia el este, los crepúsculos son particularmente exóticos, porque no vemos el sol directamente sino sólo su reflejo en los rascacielos. Hay dos edificios que en ese momento glorioso adquieren un color como de bronce fundido, y no sólo reflejan el atardecer sino que el edificio de detrás se convierte en un espejo para el de delante, de manera que la silueta de éste aparece desdoblada y envuelta en la luz roja del crepúsculo. Después de la puesta de sol el cielo se oscurece en cuestión de minutos, pasando de un azul acero a un gris pizarra y luego a un negro profundo. La impresión es como si de repente nos hubieran encerrado en un tintero.

La City por la noche puede parecer muerta, pero no lo está. Muchos rascacielos están encendidos toda la noche. La luz desde todas esas ventanitas siempre me recuerda a un calendario de Adviento. La catedral de St. Paul también está iluminada por las noches, y la cúpula resplandece con una luz muy blanca, casi fantasmal. Cuando hace frío y hay un poco de niebla el efecto es espléndido. Y ciertos días, por alguna extraña razón, se ven fuegos artificiales. En otoño, con ocasión de la Fiesta de las Hogueras (que sé que celebra un intento fallido de volar el Parlamento en el siglo XVII pero tengo alguna duda de si la celebración es por el intento en sí o por su fracaso), había castillos de fuegos artificiales en toda la ciudad; veía explosiones de colores en cinco sitios del horizonte sin siquiera levantarme de mi asiento. Una noche empezaron a sonar los "Fuegos de Artificio" de Händel en nuestra música de ambiente mientras observaba los cohetes, y parecía tan apropiado que no pude evitar echarme a reír.

Londres bajo la lluvia tiene su encanto (y de todas maneras el olor a piedra mojada y el agua goteando por mi frente son tan refrescantes que aunque la ciudad careciera del más mínimo atractivo me seguiría gustando bajo la lluvia), pero los mejores días son cuando hace sol, con ese azul inigualable de los cielos de otoño, con el viento que arremolina las hojas secas en mi calle, jugando a abrir mi abrigo como si quisiera darme alas, con las palomas que se posan sobre mi brazo en el parque cuando voy a dar pan a los patos en St. James y las ardillas que se acercan vacilantes hasta mi mano para ver si tengo algo que ofrecerles.

Creo que posiblemente ésa sea la imagen inolvidable que voy a llevarme de Londres. Dejando constancia, por supuesto, de que Londres tiene otras mil vistas inolvidables para el nativo o el turista. El dorado destelleante de la Torre Victoria (tanto más bonita que el Big Ben que tiene al lado...). Los cuatro caballos de Helios que surgen de esa inesperada fuente de esquina en Picadilly. El impresionante invernadero que alberga el bar de la Royal Opera House. Los malabaristas del Covent Garden. Las luces del Año Nuevo Chino en el Soho. La flamante cúpula de cristal del British Museum. La muchedumbre en Regent's Street el fin de semana antes de Navidad. Las calles interminables de columnas y puertas georgianas en los barrios residenciales. El parquecito con rosales escondido detrás de las ruinas de la muralla. Las librerías de Charing Cross. El mercadillo de Portobello. El maravilloso contraste de la Anunciación de Crivelli en la National Gallery y la de Rossetti en la Tate Britain. Por no hablar de las posibilidades de experimentar con las distintas culturas que se dan cita en Londres, ya sea desde el punto de vista culinario (jamás olvidaré el coriandro omnipresente en todas las salsas de la cocina india), artístico (el ICA quedará para siempre en mi memoria como el primer lugar donde vi una película en lengua esquimal), o puramente lingüístico (yo creo que es posible sobrevivir en Londres sin hablar una sola palabra de inglés: en todos los restaurantes, hoteles, cines, tiendas... hay alguien que habla español. Hay iglesias católicas españolas y un colegio español, además de una cadena de radio. Es asombroso.)

¿Qué puedo decir? He disfrutado de mi estancia en Londres más de lo que soñaba, aunque he dejado miles de cosas sin ver. En algún caso es a propósito. No he visitado la Torre, no he visto "La ratonera", y definitivamente no puedo morir tranquila sin haber estado en el Sir John Soane Museum. No me quedará más remedio que volver para remediar estas omisiones.

Hace un año, cuando me vine a Londres, dos amigos me despidieron con proverbios bien distintos sobre la ciudad que me esperaba. Uno fue "Hell is a place very much like London"; el otro me dijo: "If you are tired of London, you are tired of life". Creo que ya habréis adivinado cuál suscribo.




A CHILD(Junio 2001)



Unto us a child is born…
Mi padre acarició la mejilla del bebé. El niño le dirigió una sonrisa inigualable, una sonrisa que empezaba en los ojos y que era tan contagiosa que le provocó a mi padre una sonrisa automática en respuesta. Luego, estudiando mis propios rasgos, dijo con maravillada incredulidad:

- Es igualito que tú. Tenías exactamente el mismo aspecto cuando tenías su edad. Salvo los ojos, porque él los tiene oscuros y tú azules, pero por lo demás te aseguro que sois como dos gotas de agua.

El bebé tendría unos tres o cuatro meses, y mi padre le veía por primera vez. Ésta era, de hecho, la presentación oficial a toda la familia. Oyendo sus palabras, tuve una súbita sensación de eternidad al pertenecer a una familia reconocible en un niño tan pequeño, y sonreí con alegría.

- ¿Ves? Sigues conservando la misma sonrisa - comentó mirando alternativamente a la criatura y a mí. Luego añadió pensativo -. Siempre pensé que te parecías a mi familia, pero está claro que has salido a la de tu madre, igual que este pequeñín…

Todos nos echamos a reír, y nos sentamos a la mesa. Durante toda la comida, mi padre fue incapaz de apartar la vista del niño. Parecía que todavía no pudiera creerse el parecido. El bebé se quedó despierto pero tranquilo, sonriendo beatíficamente a toda la asistencia y canturreando de manera ocasional. Me gusta pensar que ya entonces tenía espíritu musical. A mí me gustaba mucho cantarle, y me daba la impresión de que a él también le gustaba. Toda la familia es apasionada de la música, así que lo contrario hubiera sido raro. El niño, pequeño como era, ya estaba preinscrito para empezar clases de violín cuando cumpliera los tres años, en una escuela especial a la que ya iban los hijos de una de mis primas.

Conforme fue creciendo, nos percatamos de que el niño sentía un interés desmesurado por el agua. No había grifo abierto donde no reclamara meter la mano. Una vez, en una reunión de la familia en pleno, en casa de una de mis tías, se cayó dentro del estanque de los peces rojos (afortunadamente el agua no era muy profunda), pero, lejos de asustarse, se reía tanto que hubo que contener a todos sus primos para que no le siguieran dentro del agua. Otra vez, visitando la casa de mi madre - debía de tener unos dos años - se quedó embelesado mirando el surtidor de la pequeña fuente del patio, y en cuanto nos descuidamos metió la cabeza en mitad del chorro. Mi madre corrió a buscar una toalla, y tuvimos que secarle el pelo y la ropa sin poder evitar la risa, contagiadas de su alegría ante aquella divertida experiencia. Su sonrisa era tan irresistible que era imposible enfadarse con él.

Evidentemente, su padre le enseñó a nadar en cuanto se presentó la ocasión. No hacerlo hubiera sido una temeridad, sobre todo después de que se cayera a una piscina durante las vacaciones. Menos mal que su padre estaba en el agua y le rescató inmediatamente. Una vez que supo nadar, todos nos respiramos más tranquilos, y cuando cumplió los tres años pensamos que había pasado lo peor.

Hubiéramos debido desconfiar. En cuanto llegó el buen tiempo, jugando en el jardín, se escapó un momento de la vigilancia de la familia y, pasando por un agujero en el seto, se coló en el jardín del vecino. El vecino tenía una piscina, a la que el niño se acercó con pasos fascinados, como cada vez que tropezaba con agua en un lugar inesperado.

Nunca supimos qué había pasado. Tal vez resbalase y cayera dentro. Tal vez se metió por propia iniciativa. Tal vez intentó nadar. Tal vez se rindió sin lucha a las voces del agua. Todo lo que supimos fue que sus botitas de goma se llenaron de agua y le arrastraron al fondo. Cuando el vecino le encontró, era demasiado tarde. Mi prima, enfermera, que entraba por la puerta de la casa justo cuando traían el cuerpecito inanimado, se puso inmediatamente al mando de los intentos de reanimación, que continuaron durante dos horas entre la casa, la ambulancia y el hospital. Fue inútil. La risa había huido para siempre de los pulmones del niño.

No me enteré de nada hasta el día siguiente, cuando nos avisaron a todos de los arreglos para el funeral. Tampoco tenían por qué hacerlo antes; después de todo, yo sólo era prima de su madre, la enfermera. A pesar del inmenso parecido entre nosotros (aunque él tenía los ojos oscuros, y yo azules), no éramos sino parientes lejanos. A pesar de que amase cantarle, sólo le había visto media docena de veces en su corta vida. A pesar de que mi alma entera le reconocía como propio, había nacido de otra mujer.

Yo estaba a dos mil kilómetros de distancia cuando ocurrió. Y no sentí ningún soplo frío atravesarme el alma, ni se me paró el corazón, ni se me apareció un ángel para ofrecerme su vida a cambio de la mía. No puedo menos que preguntarme por qué. No puedo dejar de preguntarme por qué era mío sin serlo, por qué dejó de serlo sin haberlo sido nunca, por qué no pude disfrutarle como hubiera querido, por qué no tuve un aviso de la catástrofe, por qué no tuve oportunidad de evitar lo inevitable, por qué él y no yo. Por qué, Señor, por qué. Por qué encerraste a mi niño en esa caja blanca que parece tan pequeña, cuando lo que él deseaba eran los grandes espacios del agua. Por qué has desgarrado el alma de todos los que estamos en esta iglesia, llorando mientras se lo llevan para cubrirlo de tierra en ese cementerio lleno de tumbas diminutas. Por qué nos has privado de su risa, de la manera en que hubiera tocado el violín, de su cuerpo alargado de adulto, de sus niños que no hubieran sido mis nietos pero que me habrían hecho sentir de nuevo parte de una familia reconocible en sus bebés.

Durante mucho tiempo no pude dejar de torturarme. Luego, poco a poco, a lo largo de muchos años de rebeldía y de amargura contra el destino, las preguntas fueron cesando. Las preguntas siempre acaban por cesar cuando la única respuesta es el silencio.

Ahora sólo me queda ese silencio, capaz de llenar un cielo entero. No sé si es igual que la paz de espíritu, pero en la vejez ya no supone mucha diferencia. Nunca tuve otros hijos. No porque el dolor por la muerte de éste, mi niño querido, me impidiese pensar en tener otros -aunque ningún otro bebé hubiera podido sustituir a éste en mi corazón-, sino porque no resulté ser fértil para los hombres que amé a lo largo de los años. Mi fracaso en concebir me causó muchas lágrimas en múltiples momentos de mi vida, pero he llegado a pensar, al cabo del tiempo, que tal vez Dios me concedió conocer a este bebé que no era mío para que supiese lo que no podría conocer nunca.

No estoy segura de perdonárselo, pero al menos lo agradezco.




EL MUNDO EN UN GRANO DE ARENA(Junio 2000)


To see a world in a grain of sand

And a heaven in a wild flower

Hold infinity in the palm of your hand

And eternity in an hour
(William Blake, Auguries of Innocence)



Cuando yo tenía doce o catorce años y sentía que mis problemas eran más fuertes que yo, solía salir por la noche a dar un paseo hasta el Monasterio del Escorial, a un tiro de piedra de mi casa. Allí, apoyada contra el granito aún tibio del sol de por la tarde, contemplaba la silueta del edificio recortándose nítida, maciza, impresionante, contra el cielo nocturno. El Monasterio me servía de ancla: parecía tan asentado en su lugar, tan inamovible, tan grande y tan sólido, tan indiferente a mis tormentas interiores, que mi problema perdía relevancia.

Cuando había conseguido serenar mi mente con la visión del Monasterio, levantaba la vista y observaba las estrellas. Que consiguiese identificar alguna constelación dependía de la época del año, pero eso era irrelevante. Lo importante era la luz que irradiaban esas estrellas, y todo el camino que esa luz había tenido que recorrer para llegar hasta mí. La distancia era tan inimaginable que la Tierra quedaba reducida a un mero granito de arena flotando en el océano de la inmensidad cósmica, y en ese modelo a escala el Monasterio era una mota tan insignificante sobre el granito de arena que prácticamente ni existía, con lo que mi problema y yo quedábamos reducidos a algo tan minúsculo que no merecía la pena imaginar la posibilidad, la necesidad o siquiera la ventaja de que pudiésemos llegar a existir. Por raro que parezca, esta idea me reconfortaba. Sentirme parte de algo tan indescriptiblemente grande me producía una serenidad espiritual absoluta.

Hace mucho que no tengo ocasión de ir a contemplar las estrellas desde el Monasterio, pero curiosamente, en los últimos tiempos he llegado a una solución parecida procediendo en sentido inverso. Desde que trabajo en el despacho, cojo todos los días el metro en las horas punta, y juego de nuevo con el tamaño de mi universo para hacerlo coincidir con esa muchedumbre semejante a una marabunta por la que me dejo arrastrar hasta el andén (es interesante lo mucho que puede llegar a desconectarse la mente individual cuando se deja llevar por la mente colectiva del enjambre). Luego, las puertas del tren se abren y se cierran, y mi universo se encoge aún más para quedar limitado a las cuatro paredes del vagón que se mueve en la oscuridad exterior. Entonces empiezo de nuevo a mirar a mi alrededor, y procuro detenerme en cada uno de los seres humanos que viajan este ratito junto a mí, y pensar en cómo será su vida. Por la manera en que uno suspira, se nota que se acostó tarde ayer y que aún está pensando en la suavidad de su almohada. El que va sentado enfrente es un estudiante que se examina hoy - lee sus papeles como si no existiese nada más en el mundo, y tiene un tic nervioso en una pierna. La señora sentada a su lado es acompañante de día de unos ancianitos, pero quiere dejar de trabajar cuando pague la hipoteca de su casa (lo sé porque a veces coincidimos en el autobús que viene desde El Escorial y entonces charla conmigo hasta que nos separamos en el metro). Todos ellos tienen su historia, su problema, sus manías y sus gustos. Cada uno es en sí mismo un universo por derecho propio. Mirándoles, aunque muchas veces no sé en qué piensan, casi puedo oír el zumbido de sus pensamientos, y entre todos componen un murmullo indistinto muy perceptible en el vagón silencioso donde se entrecruzan, sin tocarse, todos estos universos.

Luego las puertas se abren, y después de las escaleras redescubro los colores y la luz del día con el cielo azul y las esculturas en piedra y los árboles movidos por la brisa de la plaza de Colón, y me lleno los pulmones de aire fresco y sonrío, porque los problemas son accesorios cuando hay tantos y tan grandes universos, y porque, en el fondo, es bonito estar vivo.



DISCURSO DE FIN DE CARRERA 1994-1999(8 Mayo 1999)


Autoridades académicas, profesores, padres, compañeros, amigos todos: Buenos días.

Hoy estamos aquí reunidos para marcar el final de una etapa en nuestras vidas. Dentro de unas semanas, unos meses a lo sumo, seremos licenciados en Derecho; acabamos pues nuestra vida como estudiantes para entrar definitivamente en el mundo adulto. Para nosotros es un momento importante, y os agradecemos a todos los que habéis venido que hayáis querido estar con nosotros para celebrarlo.

Lo clásico en este tipo de ocasiones, antes de empezar a andar por el camino que se abre ante nosotros, es echar la vista atrás y pasar revista a los buenos y malos momentos de esa etapa que terminamos. Lo mejor sería que cada uno de los que nos licenciamos subiese y contase sus experiencias, pero como eso resultaría complicado nuestros compañeros nos han elegido para hablar por todos. No es una tarea fácil, pero al menos vamos a intentarlo.

Entre los muros de María Cristina hemos pasado, la mayoría de nosotros, cinco años -unos alguno más, otros que llegaron más tarde alguno menos-. En esos cinco años hemos compartido tardes de sol en la Lonja y mañanas de lluvia en la Biblioteca, bollos en la cafetería y bromas por los pasillos, clases plomizas y clases apasionantes. Han sido cinco años que han sido toda una vida y a la vez han pasado rápidos como un suspiro. Suena tópico, pero así es. Ya nos lo advirtió el profesor de Político cuando llegamos en 1º: “ahora cinco años os parece mucho, pero ya veréis, ya: un chasquear de dedos y se acabó”.

Para venir aquí, algunos tuvieron que abandonarlo todo: su casa, su familia, sus amigos… Otros vivían lo suficientemente cerca para ir y venir todos los días. Pero todos, absolutamente todos, nos adentrábamos en un país nuevo y desconocido: la Universidad. Algunos lo afrontaban con curiosidad, otros con el miedo metido en el cuerpo, pero el primer día estábamos todos igual: nos dejamos llevar como borreguillos a las aulas y mirábamos a todas partes procurando no parecer tontos, novatos o paletos e intentando sorprender en las caras de los de alrededor una expresión que indicasen que estaban tan perdidos como nosotros. Las palabras de nuestro -entonces- Rector en la primera clase que nos dio de Historia de Derecho arreglaron definitivamente la situación: “los que paséis por esa puerta- dijo, señalando la de la clase- abandonad toda esperanza”. Padre Javier, es probable que muchos de nosotros no lleguemos nunca a leer a Dante, pero esa frase no se nos olvidará en toda nuestra vida.

Ese primer año no puede decirse que estuviéramos muy integrados en lo que es la vida universitaria, sobre todo porque no dábamos las clases en las aulas del claustro sino en las de la Casa de Oficios, que está del otro lado de la Lonja. No era mal sitio, ojo - no, sólo húmedo y frío, y tan lejos de todo que el Padre José solía decir que más que complutenses parecíamos autónomos. Ahora, eso sí, hay que reconocer que con los profesores nos lo pasábamos de miedo: entre las carreras de cuádrigas que Ticio y Sempronio hacían por el foro en clase de Romano y los zapatos que salían volando de vez en cuando en clase de Derecho Natural los días eran memorables.

En 2º ya tuvimos el privilegio de ser admitidos en el edificio principal: adquirimos de golpe y porrazo una biblioteca estupenda, una cafetería donde jugar al mus y un enorme socavón que estaba donde ahora ha crecido el edificio nuevo. A estas alturas, todos ya nos conocíamos más o menos y los grupos de amigos ya comenzaban a delimitarse con bastante claridad. También es el año en que realmente empezamos a meternos en materia: Penal, Canónico, Civil… Creo que todos guardamos un particular recuerdo de Civil de 2º y del profesor que nos lo enseñó: el Padre Javier Miguélez, que Dios tenga en su Gloria, un hombre justo, bueno y lleno de sentido del humor, pero que como profesor era durísimo: el día que no nos tenía haciendo trabajos o casos prácticos, es porque nos tenía buscando sentencias como locos en el Aranzadi. Aprendimos a usarlo, eso sí, pero nos pasábamos los días enteros en la Biblioteca haciendo cosas para Civil. Personalmente debo decir que le apreciaba mucho, pero los alumnos del grupo A les dirán que, cada vez que discutíamos, la gente trataba disimuladamente de esconderse debajo de las mesas no fuese a alcanzarles alguno de los rayos. Al lado del Padre Miguélez y sus trajes impecables, los demás profesores parecían corderos esquilados y las demás asignaturas sencillas. De hecho, a nosotros dos nos dejó para Junio, ¿no? (Sí, y a tantos otros…). Todos lamentamos profundamente que no siga entre nosotros; murió de cáncer apenas un par de meses después de acabar de darnos clase, y hasta el último día conservó la compostura y la profesionalidad . Quiero creer que si nos viera hoy no estaría del todo insatisfecho con nosotros.

3º fue un año interesante porque empezamos a ver algo de vida real en las asignaturas: aprendimos la diferencia entre el homicidio y el asesinato con Julián, vimos cómo se hacía un contrato de arrendamiento con Carmen e incluso redactamos nuestras primeras demandas para Loreto. Además, al ser el final del primer ciclo, tuvimos la oportunidad de hacer un ensayo general para la ceremonia de hoy, con ocasión de la ceremonia de imposición de las becas colegiales. Lo único que fue un poco una lástima ese año fue que no consiguiéramos irnos de viaje de paso de ecuador todos juntos (es algo que nos sigue reconcomiendo un poco porque en tanto que delegados organizar ese viaje era responsabilidad nuestra y no conseguimos que saliera).

El curso de 4º fue un cambio total con respecto a los tres años anteriores: en primer lugar, porque pasamos de turno de mañana a turno de tarde, lo cual nos rompió completamente los esquemas mentales; en segundo lugar, porque había una asignatura más que los años anteriores y todas ellas tenían unos programas amplísimos que, por supuesto, fue imposible acabar. Tuvimos que trabajar como desesperados para sacar el curso, y más de uno ha tenido que renunciar a terminar este año porque tenía pendientes demasiadas asignaturas de 4º para poder aprobar además 5º entero. De no ser por eso, hay que admitir que las asignaturas eran sugerentes: Sí, por fin aprendimos el despido improcedente, las etapas de la Ley de Presupuestos Generales, causas de recusación de los jueces, la protección del tercero hipotecario, la teoría de la mercantilidad, las excedencias voluntarias de los funcionarios, y tantas otras cosas que, se lo aseguro de todo corazón, estábamos deseando estudiar. Además, y salvando las tiranteces momentáneas que siempre hay, en la clase reinaba un buen ambiente, de compañerismo y ayuda mutua… especialmente cada vez que había examen de Derecho del Trabajo. Porque tenían que haber visto ustedes, señoras y señores, el panorama de los exámenes de Trabajo: el pasillo de los despachos con el suelo cubierto de apuntes y un montón de alumnos al borde de la crisis nerviosa repitiendo como un mantra la fecha de creación del Tribunal Central de Trabajo. Se sabía que habíamos tenido examen con don Fernando cuando teníamos ojeras hasta la barbilla y las uñas roídas hasta el hueso.

Y así hemos llegado a 5º, señoras y señores. Tras muchos esfuerzos y sufrimientos, tras muchas penas y trabajos, aquí estamos. Disfrutando del Derecho de Sucesiones con Curra, del contrato de seguros con Antonio Lozano, del Convenio de Bruselas con Ana, de la ejecución de las hipotecas con Concha (a quien, conste, a pesar de todos nuestros gruñidos, estaremos eternamente agradecidos por todas las visitas que hemos hecho con ella y todos los molestias que se ha tomado por nosotros), y de la Escuela de la Exégesis con nuestro profesor de Natural favorito reconvertido en profesor de Filosofía y sin haber dejado de sonreír ni un minuto en los cinco años que hace que le conocemos.

Y si el Espíritu Santo tiene a bien iluminarnos en el momento crítico, dentro de seis semanas nuestra estancia en María Cristina será historia. Los de fuera volverán a sus casas, los demás nos quedaremos por aquí, pero todos estaremos dejando atrás un lugar que para muchos se ha convertido en un segundo hogar; un lugar en el que no sólo hemos absorbido conocimientos sino que también hemos crecido como seres humanos gracias al ambiente que nos rodeaba. Gracias a los profesores, que además de impartirnos sus enseñanzas nos han apoyado cuando teníamos problemas; gracias a las autoridades del centro (nuestro Decano favorito el Padre Prometeo, nuestro Rector de siempre el Padre Javier, nuestro Secretario de toda la vida el Padre José, pero también al nuevo equipo directivo compuesto por el Padre Carlos José y el Padre Ángel), porque siempre nos han escuchado con perfecta cortesía (aunque luego no siempre hayan hecho caso de nuestras sugerencias…); gracias a Paloma y al personal de la Biblioteca por su cooperación cuando estábamos desesperados haciendo trabajos y exámenes; gracias al “clan de las Cármenes” de la portería y la Secretaría, por su permanente buen humor; gracias a Argemiro, por su humanidad y su paciencia con los micrófonos y las mamparas de las aulas 10 y 11; y, por supuesto, gracias a toda la gente de la cafetería, sin cuyas inestimables reservas hace mucho que nos habríamos marchitado por falta de riego. Os prometemos a todos que, como dignos hijos del María Cristina, procuraremos de corazón que esta Casa conserve y aumente el prestigio que se merece como institución de enseñanza, y que trataremos de poner siempre en práctica esa frase que está inscrita en el mármol del vestíbulo: “Vox veritatis non tacet”: la voz de la verdad no calla.

Ahora, a la hora de marcharnos, todos estamos pensando en el futuro. Algunos tienen clara su vocación de ejercer como Abogados, otros quieren hacer oposiciones, hay quien tiene un puesto asegurado en la empresa familiar y quien tendrá que empezar desde cero a buscar un trabajo. Alguna incluso se nos va para casarse (¿verdad, Leticia?). Lo que es seguro es que cada uno seguirá su camino, y que aunque no sabemos lo que nos deparará el Destino es probable que muchos no volvamos a vernos. Quiero creer que sí, que las amistades que hemos establecido aquí durarán a pesar del tiempo y de la distancia, pero todos sabemos que en cuanto comencemos una nueva ocupación, profesional o de otro tipo, tendremos los días llenos de otras cosas que hacer y la mente llena de nuevas actividades y nuevos amigos.

Me gustaría, si pudiese, hacer llegar a todos los aquí presentes el cúmulo de experiencias y anécdotas vividas, pero no es posible; nos hemos quedado sólo con unas pequeñas referencias de estos cinco años en Maria Cristina. Nos vamos, pero debemos irnos orgullosos, con la cabeza lo más alta posible, ya que somos los embajadores de este Real Sitio ahí fuera, donde tanto miedo nos da a algunos llegar. No debemos olvidar que esta universidad necesita savia nueva, nuevos candidatos a embajadores; el claustro debe volver a su apogeo, que las clases rebroten en los pupitres en los que todos hemos estudiado. Es un orgullo que nos pertenece y que se debe transmitir haciendo llegar cada uno de nosotros hasta aquí a nuestro sustituto natural.

Quisiera terminar, si mis compañeros me lo permiten, dirigiéndome a las familias. Padres, a vosotros tengo que deciros lo siguiente: aquí conocí a vuestros hijos. He convivido día a día con ellos durante todos estos años, y los tres últimos he sido la delegada de la mitad de ellos. Eso me ha permitido hablar con todos, estar cerca de los problemas de todos; les he ayudado como he podido, pero ellos han hecho por mí mucho más: me han aceptado, me han apoyado y me han hecho sentir querida. Y yo les he querido a ellos y les seguiré queriendo siempre. Me parte el corazón despedirme de “mis niños”, pero sé que la vida es así: nos unió hace cinco años, nos separa ahora y quién sabe cuándo nos volverá a juntar. Por eso os digo ahora: que Dios os bendiga y os guarde, y acordaos siempre de los años de María Cristina.